2.12.13

UN AÑO CHECO, 5X07

ARRE, BATO


Una vez tuve un amante poco memorable. Un tipo gracioso y encantador cuya gracia y encanto se gastaron muy pronto, un tipo en el fondo triste cuya utopía no era cósmica, sino placentaria. Me quería cada vez más y dependía de mí, cosas que no le ayudaban a brillar precisamente. A los tres meses de verlo, ya estaba cansada de sus cosas, y ya no me apetecía acostarme con él. Me obligaba a mí misma a hacerlo. Un par de veces acabó llorando en la cama. Mientras él sollozaba, yo me hacía hiperconsciente de cada uno de los elementos del cuarto: la pálida lámpara del Ikea, con su calidez franquiciada; el cuadro de Eduardo Pérez Salguero, con un Sonic sonriente y un mensaje banal; los libros de Bourdieu y de Susan Sontag; el inmenso cenicero y el recado de fumar pólenes; la música de Europa oriental, siempre sonando; la colcha de (mal) patchwork arrugada a nuestros pies; nuestra triste desnudez, nuestros relojes puestos y, por fin, nuestros móviles silenciados en las mesitas, como pasadizos hacia otras personas, solo momentáneamente cerrados. La sensación era intensa, y por tanto adictiva. Era como si los sueños amnióticos de mi pobre amante se hubiesen transmutado en un ectoplasma que hechizaba su habitación. Fuera, el sistema financiero internacional entraba en colapso y las multinacionales de productos alimentarios arrojaban a cientos de miles de pequeños agricultores latinoamericanos y asiáticos a las villas miseria de las grandes ciudades. Fuera, tremendas batallas ideológicas se libraban y se perdían en las cocinas de la líquida papilla de los medios de masas, y los países del mediterráneo eran arrojados a la hoguera purificadora del FMI. Fuera, y ya me callo, la gente perdía el trabajo, la casa y la tarjeta sanitaria. Pero, dentro, este estudiante de Sociología aficionado a mi regazo y al hachís lloraba junto a mí al ritmo de nanas búlgaras, y disparaba el mecanismo del retorno hacia el huevo. En esa época descubrí el complejo mundo de los lubricantes, por soltar uno de esos sarcasmos finales que cierran los párrafos de forma tan coqueta.

Empecé a decirle que lo quería y que lo deseaba. Muchas veces. De formas imaginativas y creíbles, cosa nada fácil, pues tenían que saltar el dique de su tristeza. Le mandaba mensajes al móvil. Le dejaba notas para que las encontrase más tarde: en la nevera, en el cajón de los calcetines, en un papel de fumar entre las páginas del libro que estuviese leyendo, etcétera. Nunca lo había hecho ni creo que lo vuelva a hacer. ¡Ánimo, Pierre Bourdienodoyuna!, le decía. Estoy enamorada de tu colcha, pero sobre todo de lo que hay dentro. O (entre las páginas siguientes del libro que él estaba leyendo) ya te tengo ganas otra vez, gato grande. Las hipérboles crecían y crecían, como mi factura de lubricantes vaginales. Nunca he sido tan feliz con nadie como lo soy contigo. A veces siento que estamos hechos el uno para el otro, y que si no te hubiese conocido mi vida no habría tenido sentido nunca. Etcétera.

¿Y todo esto por qué? No lo sé. No me conmovía la previsión de verlo sumirse en la desesperación, si lo dejaba. Me daba igual él. Pero estaba enganchada a esa ficción que decía que un vínculo trascendente nos unía. No. No estaba enganchada a ninguna ficción. Pero la ausencia de ficciones me tenía cansada. O sea: mi identidad me tenía cansada. Igual podría haberme entregado a una afición nueva, como el senderismo, o el anime, o las técnicas de venta. O comprarme un caballo. O recorrer Centroamérica con la ONG de unos amigos. Casi todas las noches me metía en su pequeño cuarto a sembrar un amor desolado, fumar polen de mala calidad, escuchar bandas macedonias de turbofolk. Ya no se llama Macedonia, decía él. Ahora es FYROM ([:fajrom]). Ah.

Hasta una noche en que lo dejé durmiendo y salí de su piso, bastante tarde, y me encontré con unos amigos que iban a bailar y me fui con ellos a La General. Allí nos encontramos un local lleno y rendido al dj, una temperatura de unos 40º y una humedad del 85%, tirando todo por lo bajo. La gente se quitaba la camiseta tras cinco minutos de baile. Eso hicimos nosotros también. En un momento dado noté una mano en el culo. Me di la vuelta y vi a un chico africano sonriente.

- ¿Qué haces?

- Toco tú culo.

Seguimos bailando, con el tipo introduciéndose más y más en el círculo. Mi amigo Salva le dijo algo, y Andrea también, pero él me había elegido a mí.

- ¿Cómo te llamas?

Kenneth

            (Creo)

- Kenneth, ¿quieres drogarte?

- No. ¿Cómo llamas tú?

- Olga

- Quiero cerveza, Olga.

- Vale.

- Me gusta tu culo, Olga.

- Vale.

Me llevé a Kenneth a casa en taxi aprovechando que mis padres no estaban. Los dos primeros taxis no quisieron llevarnos, porque el tipo había perdido la camiseta en el bar. Al llegar, le propuse que se duchase, y a continuación me metí yo. Al salir, lo encontré desnudo junto al frigorífico, comiendo copiosamente.

- So what's the frequency, Kenneth?

- Ja ja ja I will rather say... (criollo ininteligible durante un rato) ...come to me, baby. Come 'ere.


Luego estuvimos follando, con ansiedad y atletismo y menstruación, hasta que se hizo de día. Bajé las persianas y nos dormimos. Me desperté en medio de la oscuridad total y me costó trabajo reubicarme. Levanté las persianas eléctricas y me encontré sola en la inmensa cama de mis padres, ahora ensangrentada. Salí y volví a encontrarme a Kenneth desnudo y saqueando la nevera.

- Lo tuyo es la prostitución de gama baja, ¿eh, colega?

Se asustó y se le escapó el bol que tenía en la mano, que se rompió contra el suelo.

- No preocupes. Es un plato DINERA, del Ikea. Cuesta 1,59€. Te pagaré. O te traeré uno igual, como quieres.

- ¿Te sabes el catálogo del Ikea?

- Como allí todos los días. Olga, mira...

- ¿Qué?

- Llevas mancha de sangre.

- Es que soy un poco cerda yo, Kenneth- dije, mirando hacia abajo, los restos de sangre reseca en el vientre y los muslos, y también mirando por la ventana, hacia el exterior, donde mi melancólico sociólogo había atravesado la puerta exterior y avanzaba con paso decidido hacia la cancela y hacia un futuro inmediato más bien feo.

Suelo recordar mi historia con el sociólogo y con Kenneth. Lo hago sobre todo cuando leo las actualizaciones de estado que publican los poetas españoles contemporáneos en Facebook. El amor desbordante, la predestinación inefable que los vincula a la Poesía (siempre en mayúsculas). Lo nada que serían de no disfrutar de esa tarifa plana con las musas. Visualizo a profesores de instituto de pueblo hablando infinitamente de una novia que tuvieron y/o de una raya que se metieron en el Festival de Benicàssim de 1997, todo metáforas de fuegos que se apagan, la ceniza de los días o algo así, o todo hipérboles cósmicas y raptos místicos que indican que cada vez es más costoso espolear a un caballo tan cansado, por añadir metáforas también yo o qué. Ay, poetas españoles, cómo os comprendo. Conozco el truco yo también. Os deseo mucha suerte, o que se os aparezca un Kenneth. Metafórico o no.




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