18.7.06

DOS HOMENAJES

Hoy se cumplen setenta años de aquello de Franco, y el gobierno plantea una ley con un nombre más bien surrealista, la Ley de la Memoria Histórica (¿que nos va a obligar a memorizar nuestros exámenes de Historia?), para homenajear y reconocer a unas cuantas decenas de miles de víctimas. La oposición, consecuentemente, se opone. Las encuestas muestran que muchos simpatizantes del PP, sin embargo, sí desearían un homenaje a las víctimas olvidadas de la guerra civil. Supongo que desearían que se le hiciera justicia a las víctimas del otro bando (del suyo, sigo suponiendo), esos curas quemados vivos y esas monjas torturadas sexualmente, según la leyenda. La directiva sabe, en cambio, con las cifras de muertos en la mano, que más les vale que todos sigamos calladitos. En fin.

Son muchos, pero que muchos homenajes los que se avecinan. Pero a mí me gustaría recordar hoy a unas víctimas de las que seguro que no se acuerda ni dios. Las primeras son las que no se murieron ni les pasó nada, pero decidieron largarse. Especialmente las que tomaron las de Villadiego el mismo verano del 36, sin esperar a más salvajadas ni a que la cosa se pusiera realmente mal para ellos. Por los que miraron a su alrededor y dijeron qué coño, esto es un país de tarados, y bajaron la maleta de encima del armario, brindo hoy martes 18 de julio de 2006, porque yo hubiera hecho exactamente lo mismo.

El segundo homenaje se lo voy a hacer a mi tío abuelo Aníbal (nombre ficticio), vecino de Sagra de Yeste (topónimo imaginario), una pequeña aldea abandonada hace más de veinte años, en esta misma provincia manchega desde la que escribo.

Veamos. Mi tío Aníbal y mi tía Mercedes (nombre real) trabajan en una almazara semiindustrial, en la mucho mayor localidad de Venta de Yeste (topónimo imaginario), a unos diez kilómetros de Sagra. El trayecto lo realizan en el coche de San Fernando, como ya se pueden imaginar. Ganan el mismo sueldo de puerca miseria, que no se diga que en la II República se discriminaba salarialmente a la mujer, pero ahí le van dando los dos.

Viven en una casa de mierda (como las de sus convecinos, más o menos) que ha levantado mi tío Aníbal con sus propias manos contra un cortado de roca. Por no tener, no tiene ni corral, y mis tíos tienen que tirar de orinal o salir a la calle a hacer lo suyo.

La única posesión valiosa de mi tío Aníbal consiste en un escopetón de las guerras carlistas, herencia de su abuelo Nicolás (nombre real). Hasta tal punto hace gala mi tío del arma que la tiene colgada de la pared más noble de la casa, para que todo el mundo vea que, a pesar de no saber leer y ser más pobre que las ratas y oler permanentemente a aceite, un ancestro suyo pegó dos o tres tiros por ahí por el norte al servicio de Su Graciosa Majestad. Cosa que nunca entenderé por qué lo enorgullece pero que ahí está.

Hasta ahí la exposición. Vamos al nudo.

Empieza la guerra. Sagra de Yeste, como toda la provincia, cae en la parte republicana, cosa que me imagino que no significa gran cosa para ellos porque ninguno de los aproximadamente cien habitantes es cura, ni sindicalista, ni legionario ni abogado laboralista. En el pueblo, casi todos los hombres se alistan o son reclutados, pero mi tío se libra por miope y por tener la espalda hecha un seis. Se queda con mi tía y con el resto de las mujeres, viejos y niños del pueblo, y se dedica a lo mismo que a ellos: desinformarse unos a otros (no hay radio ni llegan los periódicos), rezar rosarios continuamente y comer algarrobas.

Invierno de 1938. No se sabe cómo se extiende el rumor de que los moros están en Venta de Yeste, a diez kilómetros. Por la noche, la gente pone la oreja y es capaz hasta de oír los aullidos de guerra de este simpático cuerpo del ejército nacional. La reputación de los (seamos p.c.) magrebíes les precede incluso hasta Sagra, con lo que el pueblo en pleno decide refugiarse a pasar la noche, imaginen, en casa de mi tío Aníbal. Que los va a defender a todos con la escopeta.

Mi tío protesta, claro, alega la verdad, que en la casa no van a caber, pero la determinación de las ancianas manchegas es, como ya sabemos, inquebrantable, y allí se acoplan como pueden ésa y las siguientes cuatro o cinco noches, hasta que un día llega el cartero y les dice que en Venta de Yeste ni moros ni nada, pero que también se la pasan rezando para que no vengan. Y en eso queda el episodio.

Nos falta el desenlace. El gobierno de la República, desplazado a Valencia, se rinde en 1939, y el ejército nacional se despliega por toda la Mancha, constituyendo juntas militares en cada pueblo, encargadas de las famosas purgas políticas. Alguien acusa a mi tío Aníbal de organizar la resistencia antifranquista de Sagra (ese bastión de los bolcheviques), e inmediatamente lo detienen y lo meten en un calabozo en Venta de Yeste. Su hermano, mi abuelo Mastronardi (nombre ficticio), compañero de colegio del capitán de artillería al mando de los procesos, se entera de que las denuncias son múltiples, tanto de gente de fuera del pueblo (como muy presumiblemente el cartero), como de vecinos, es decir, de gente que pasó en casa de mi tío esas cinco noches de febrero del 38.

Lo fusilaron, claro, el tres de marzo de 1940, domingo, a las seis de la mañana.

Según las encuestas, el 43,3% de los españoles tienen alguna víctima de la Guerra Civil en la familia. Es a toda esa gente a quienes el gobierno pretende homenajear con su extraña ley. Sin embargo, no creo que mi tío abuelo sea uno de ellos. Qué sabría él de qué guerra. En qué guerra iba él a participar, si no sabía ni escribir, ni había visto a un enlace sindical en su puta vida. Le habría traído mucha más cuenta haber caído en el lado nacional, donde ninguna sagresa se le habría metido en casa para que la defendiera de nadie. No lo conocí, pero no creo que, esté donde esté, quiera vengarse de los nacionales, ni siquiera del capitán de artillería que firmó su sentencia de muerte. Ahora, permítanle volver atrás en el tiempo, a 1938, con la escopeta de su abuelo cargada en las manos y rodeado de las hijas de puta que lo denunciaron a los fascistas, que verán qué carnicería. Ni en Puerto Hurraco. Tío Aníbal (tú sabes que me refiero a ti), con este Valdepeñas con Casera, setenta años más tarde y por todo lo que te quitaron, tu sobrino-nieto Mastronardi brinda por ti.

2 comentarios:

siouxie dijo...

Yo, que me he servido un tinto de verano, brindo contigo por tu tio abuelo!

Anónimo dijo...

Brindo yo también por él con vosotros.
Hoy en el tren un viejecito me contó su vida: nacido en 1930, recuerda que un grupo de niños cordobeses en la posguerra llegó a su pueblo de Jaén a mendigarles las cortezas de las patatas diciendo "no hemos comido nada desde ayer".
El hombre me decía "Yo no sé nada. Yo nunca he ido a la escuela".
Me invitó a un melocotón y un plátano, y a un miniyogur líquido. Le apetecía hablar.