17.10.13

UN AÑO CHECO, 5X06

OLGA


De todos los miembros del Club de la Tenia, soy la única a quien se acercan los o las relaciones públicas de los bares a regalarme invitaciones a chupitos. Están las Miralles, siempre con ese aire de ir de setas o de agua bendita. Está Paulo, su pinta de gogó perrofláutico. Jesús, a quien evitan por miedo a ser invitados a un bukkake, y el otro, a quien evitan por miedo a ser invitados a salir. Yo puedo disfrazarme de una Olga cualquiera, de cajera de Cajamurcia o de Hipercor, de chica Zara que ha quedado para acabar bailando sobre las barras. Es mi disfraz habitual, de hecho. Todos los días son halloween para mí.

Siempre he amado esos viajes de ida y vuelta al país de la normalidad. Nunca he necesitado visado, porque soy una señorita de Los Teatinos y todo eso de la buena presencia nos lo equipan de serie. ¿Sabéis los anuncios de cereales dietéticos, esas familias y esas casas impolutas, gigantescas y luminosas? Mi familia y mi casa podrían ser. Desde niña he buscado la grieta, y desde antes todavía he intuido que bajo esa superficie tan televisiva que recubre los exteriores y los interiores de mi barrio y mi clase se oculta una grieta imposible de cerrar, imposible de medir. Pero yo quería asomarme. Una buena parte del arte del siglo XX se ocupa de esa grieta, pero yo quería asomarme a la grieta de verdad.

La grieta de verdad está muy bien escondida. Hay dinero para alicatadores, para albañiles y, en última instancia, para mudarse. Para reinventarse, que es un verbo que nos encanta, signifique lo que signifique. Para terapeutas, cirujanos, entrenadores personales y rehab, para putas y cruceros y MBAs, para yoga y para diezmos y para comida orgánica y para las mejores drogas del planeta, para asesores fiscales y abogados, para hacerse nombres en el mundo del arte. Incluso hay dinero para tirarlo en falsas grietas, en experiencias liminares como pelearse con toda la familia, hacerse mochilera y vivir un año sin dar señales de vida, ni pedir el sueldecito, y luego volver de hija pródiga y tomarse otro año sabático recuperándose y yendo al gimnasio con mamá y a escapaditas de compras (París, Estambul, San Francisco) y a la peluquería y a aprender a repetir que en realidad has estado haciendo un intensivo de ruso en San Petersburgo.

¿Existe la grieta, o es una grieta falsa para las pelis de Buñuel o las novelas de Philip Roth? ¿Hay algo más que la fractura que creamos al buscar la fractura? He estado de okupa un tiempo (pero obviamente de falsa okupa, de chica-perdida, sin leer un solo libro ni enterarme de nada de lo que se decía en charla alguna), también he hecho el papel de despechada adicta múltiple que tanto adoran los psiquiatras con consulta privada. O he dejado pasar el tiempo. O he escrito ficción realista o realidad ficcional o ficción ficcional o realidad real. O me he metido en el papel que se me ofrecía de una forma obsesiva y total e inverosímil (a lo Daniel Day-Lewis, podríamos decir). Pero nunca pasa nada. Todo eso se incorpora, se pinta por encima, transcurre. Mi madre dice "la nena ha estado un poco plof desde que Fernando y ella rompieron, pero yo ya la veo mejor. Este año nos vamos a ir antes a la playa, a que le dé el sol y se bañe y le cambie la cara". Con esa simple declaración, repetida seis o siete veces, equilibra la tragedia politoxicómana que yo tenía montada, y la deshace. En resumen: que no existe tal grieta, porque para que la hubiera tendría que haber un muro sólido que pudiese resquebrajarse.

También, ya que estamos hablando de follar, he buscado-creado grietas a través del sexo. Pero no mucho. Me di cuenta enseguida de que, siempre que cumpliese la norma de la discreción, nada de lo que pudiera hacer yo en la cama iba a suponer ningún escándalo. Eso sí: debía hacerlo con personas de clases inferiores, para no aportar impurezas emocionales al ecosistema burgués de la ciudad. Tuve mi primer amante a los dieciséis: un joven profesor nativo de inglés de mi instituto. Conseguí que lo expulsasen. También a esa edad estuve acostándome con la hija del chófer de mi padre. A veces nos reíamos mucho. Las dos estábamos embarcadas en parecidas investigaciones.

A continuación tuve un novio poeta y alcohólico doce años mayor que yo. Lo llevé a cenar a casa una nochevieja, pero antes lo invité a unos cuantos whiskies, para que su lengua se hinchase y soltase, y su coherencia fallase. Cruzó en estado de ebriedad el recibidor de mi casa, vestido con una americana negra sobre una camiseta roja donde se podía leer Marx Attacks! sobre un dibujo del viejo Karl caracterizado de marciano malvado. También llevaba unos pantalones vaqueros de Springfield, bastante gastados, y unas botas Chuck Taylor que alguna vez habían sido verdes, llenas de agujeros y manchas de roña. Sabía que había pasado horas maquinando ese look, como si fuese un mensaje subversivo que introducir en la casa del gran industrial de los envases, en la noche de fin de año. Pobre Pedro.

¿Qué más queréis que os cuente? Participé en tríos de la mano de hombres muy en su papel de pigmaliones de la desinhibición, a quienes yo más bien veía en el papel de siervos bien instruidos. Siempre me llevaban con putas, porque no tenían amigas que quisieran participar en la actividad, y ni se planteaban permitir tocarme a los muchos amigos que sí habrían querido. Así de desinhibidos eran, mis chicos. Luego siempre me decían te quiero, y a mí me avergonzaba. No entendía por qué necesitaban compensarme emocionalmente. Pensaba que me tomaban por tonta. Ahora sé que me lo decían en serio, y que la desesperación que los consumía cuando los dejaba también era real. Para pagarles a las putas se veían obligados a ahorrar o a pedir prestado. A veces me ofrecía a pagar yo, pero nunca me dejaban. Eran camareros, comerciales, artesanos del cuero o diseñadores gráficos, pero no se veían como proletarios, sino como artistas. Artistas planos.

Y qué queréis que os cuente, yo qué sé. Una vez tuve un amante que solo quería de mí que me tumbase junto a él y lo observase masturbándose. Estuve con un profesor de la UMU que tenía un micropene y se avergonzaba de él, y me hizo mucha gracia que toda la excelsa teoría que forraba las paredes de su casa no le hubiese ayudado a superar su complejo ni un poquito. El falo más grande que he visto, una manguera violácea de treinta y cinco centímetros que tardaba veinte minutos en ponerse erecta, era de uno de sus alumnos. No me lo pasé mejor con él que con su profe. En general, siempre me lo he pasado bien, nunca he tenido experiencias desagradables ni nadie me ha hecho sentir violentada o presionada, pero las estrictas normas que me inculcaron en mi adolescencia, sobre todo la de restringir mis aventuras sexuales a las clases inferiores, me han impedido disfrutar de la intimidad, de la sensación de descorrer un velo y traspasarlo con un igual. Mis alternativas a esa ligera insatisfacción son escasas: la frigidez o el matrimonio con un igual, o ambas cosas a la vez. Conozco a algunos chicos que serían candidatos aceptables, e incluso me caen bien, pero me basta con verlos entrar a un bar pasadas las dos de la madrugada para saber que también ellos tienen un largo historial de depredación a sus espaldas, y tampoco saben hacer otra cosa. Doy por bueno, qué demonios, este pequeño inconveniente de clase. Lo superaré. De vez en cuando atravieso largas fases de celibato, como las atravieso de politoxicomanía, obesidad, desarreglo nervioso o escritura compulsiva. Ni cincuenta años de MDMA intercalados de dentistas y rehab conseguirían borrar mi nombre de las acciones de mi padre. Y mira que he intentado cosas. Cosas que vosotros no debéis intentar en casa, porque vuestro nombre sí se borraría.

1 comentario:

Javier López Clemente dijo...
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