5.7.13

UN AÑO CHECO, 5X02

PAULO


¿Alguna vez os habéis follado a un feo? Y no hablo de un feo encantador, ni una de estas personas que hacen que te preguntes dónde reside su atractivo. Me refiero a un blando, triste, plano feo sin nada con que compensar su fealdad. Peor: alguien cuya personalidad se ve afectada para mal por su defecto, enturbiada, deformada, envenenada. Sus experiencias no son vividas a pesar de su fealdad, sino a través de ella. No tienen mucha idea de nada. Toda su alegría es difusa, solitaria. Me lo suelo encontrar en sitios como el Temperatura Ambiente. Acaban de salir del armario a los veintipico y solo se relacionan con mujeres. El género masculino les produce pavor. Sus amigas suelen ser tontas y una noche deciden llevarlo al ambiente "para que se quite complejos". Entonces llego yo.

Contrariamente a lo que podáis pensar, no es fácil follarse a uno de estos feos, tristes, grises especímenes humanos. Llevan veinte años utilizando la huida como respuesta a todo lo que les pasa y cualquier pico de excitación los hace tomar las de Villadiego. Lo que suelo hacer es entrar en contacto con algún comentario simpático sobre su siempre horrendo look y me aparto a saludar a alguien. Entonces, sus amigas lo acorralan. Con frecuencia él ya está haciendo planes de fuga a esas alturas, pero ellas se los desbaratan. Le ordenan quedarse, le ordenan abrirse a lo que pase, le ordenan mandarme señales de deseo. El tipo (vamos a llamarlo José Pedro) tolera con obediencia estas intolerables intromisiones, y cumple visiblemente aterrorizado. Las chicas, a quienes suelo aborrecer con todo mi ser porque aunque no lo creáis yo también soy humano, están encantadas con todo lo que pasa, como si fuese normal que un ser del tipo de José Pedro ligase con uno del mío nada más poner un pie en un antro tan patético como ése. En fin. Una vez que ya sus supuestas amigas lo han aleccionado a dejarse comer por el gay alfa, vuelvo sonriendo.

La conquista sigue siendo difícil. El pánico impide a la presa disfrutar con el ritual o excitarse. No quiere estropear nada ni sabe qué va a pasar. Se siente a la deriva. Cuando introduzco en la conversación las primeras alusiones al sexo, se queda callado. El nerviosismo, a veces, le hace abrir la boca en muecas extrañas, le tiembla la cabeza y se ve obligado a sujetársela con la mano. Sale corriendo hacia el cuarto de baño, pero dos o tres de sus harpías (ahora son mis harpías) corren tras él.

Como todo ritual periódico, el sexo también corre el peligro de contaminarse de formalismo, de dejarse controlar por la dictadura de lo periférico.

Siempre que puedo, subo a casa de José Pedro en lugar de ir a la mía. En su habitación encuentro al fin muestras de que mi amante está vivo: coleccionismo, fandom, carteles de películas, cosas así. Igual le interesa la época dorada de Hollywood o los cómics de Tomine o Kraftwerk. A todo eso renunciaría en este momento, por mí. O por mi desaparición. Lo soy todo. Un semidiós de la época en que el mundo estaba aún por escribir. Y así seré recordado.

De modo que sí, que os recomiendo que os folléis a un feo, que os miréis en ese espejo. Que os folléis a un feo y también que durmáis en una habitación de un hotel de carretera. Uno muy viejo. Uno de esos establecimientos que empezaron a aparecer en los años sesenta, venido a menos y sin reformar. Yo lo he hecho muchas, muchísimas veces. Una vez me quedé sin dinero y sin trabajo. Mis amistades estaban quemadas y ya no podía pedir más refugio en sofás. Para dormir allanaba el último piso de estudiantes en que había vivido, que estaba vacío durante el verano. O hacía esto otro. Me colaba en gimnasios para ducharme, y allí robaba un macuto, cuanto más grande mejor. Me quedaba con su contenido y lo rellenaba de tierra y papeles de periódico, y me iba a las salidas de la ciudad a hacer autoestop. Me recogían camioneros y me dejaban en viejas áreas de descanso de la red de autopistas del estado. Entraba con mi macuto al motel y me registraba con una fotocopia falsificada del DNI. Me tumbaba en la cama y apagaba la luz.

Entonces esperaba la aparición de fantasmas. Pensaba en los cientos de cuerpos que habían dormido sobre ese colchón, entre esas paredes. En sus vidas difusas, extendidas sobre miles de kilómetros de carreteras infinitas. Pensaba en la impregnación de todas esas personas sobre las cortinas y las sábanas. En una sensación de soledad muy parecida a la mía. Pensaba en una religión postmoderna aprendida en películas de miedo con casas encantadas, o de amor tipo Ghost. Mística con Patrick Swayze. Con Iker Jiménez. Un culto en que nada ocurre sin pasar antes por taquilla. Y nada ocurrió. Jamás escuché ni una mala psicofonía, ni un triste ectoplasma me tocó mientras dormía. El rumor de los vehículos y el aire del ventilador. Nada más.

Por la mañana salía del hotel contando monedas, como si me dirigiese a la tienda de la gasolinera. Sin el macuto. Y ya no volvía. En el camino de vuelta solía robar limones para venderlos en los bares de pueblo que iba encontrando o cambiarlos por un almuerzo. Limones murcianos del mes de junio, tan amarillos que se recomienda el uso de gafas de sol. Y toda la consumística se deshacía. No solo los fantasmas, también la idea de los fantasmas.

Estas dos operaciones que he realizado tantas veces, la de follarme a un feo y la de comprobar la inexistencia de sobrenaturalezas, son de alguna manera opuestas, las veo opuestas. Un Paulo izquierdo hace una cosa, y un Paulo derecho la otra. Después de eso siempre nos duchábamos juntos.

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