11.1.06

PSICÓLOGOS, PERROS Y SEMÁNTICA FENOMENOLÓGICA

Yo nunca he ido a un psicólogo, supongo que por vago, pero al principio de mi reciente época mala (no la voy a llamar depresión porque ése es un término clínico), así medio de tapadillo me hice el encontradizo con un psicólogo recién licenciado, conocido mío. Intenté patéticamente el truco de "es un amigo mío que está fatal y le pasa esto y esto y esto, a ver si me puedes dar un diagnóstico", que no creo que el tipo se lo creyera ni por un momento, y me abrí de orejas para beberme sus palabras. Fatal todo. Los cambios de humor eran síntoma de depresión. El cansancio era síntoma de depresión. Dormir once horas al día también. Ver la tele también. El descuido en la vestimenta y la higiene personal, también. Me quedó la impresión de que todo, absolutamente todo, podía constituir un síntoma de depresión, y que, por supuesto, no tenía remedio alguno. Y, lógicamente, terminé mi relación con la ciencia psicológica (¿dónde leí yo aquella anécdota insuperable del loco que tras treinta años en el manicomio solía aconsejar a los visitantes hágame caso, jamás hable con su médico del estado de su salud?), nada más empezar, y me despedí, y así hasta hoy.

De modo que no tengo forma de saber si las charlas que mantengo con mi perrita Nina durante horas son o no un síntoma. Yo creo que no: hablamos de Wittgenstein, de Joan Fontaine Odisea, de la posmodernidad y de las recetas de José Andrés, vamos, lo normal pa un perro. Pero quién te dice si todo esto no es una señal clara y evidente de que estoy como Kurt Cobain y un día de éstos me voy a tragar un litro de lejía. ¿Donde acaban los síntomas y empiezan los actos normales sin significado? ¿Existen, de hecho, los actos normales sin significado? ¿Cuánto son 400 dracmas?

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