A LA EPIFANÍA POR LOS CHURROS
Bajo con la perra a comprar churros tras una (otra) noche de insomnio. No hay absolutamente nadie en la calle y está nublado. Compro mis churros, recibo la sempiterna admonición de la churrera: sácalos de la bolsa lo antes que puedas o se te reblandecen. De vuelta a casa miro hacia arriba, veo un claro entre las nubes, y de repente todo esto (los churros, la perra, la ciudad, el hachís que últimamente no paro de fumar, el libro de Diego Doncel que tengo encima de la mesa, el lejano ticket de la Primitiva, mi novia fugada, el olor a lejía del piso, Bunny Macintosh, José Mateos, Aurora Snow, el Peugeot 407 de mi padre, los sueldos de los obreros chinos, Juana y su perra Olga, las horas que malgasto aquí sentado delante del ordenata, el insomnio, la depresión mal curada, mis veintisiete años y lo horriblemente mal que me caigo y otras muchas cosas) se pone a girar delante de mí, como si fueran piezas de un puzzle hartas de tener un dueño tonto que hubiesen decidido tratar de encajar ellas solas. Giran y giran mientras yo flipo y flipo, mirando hacia arriba. Pero no consiguen encajar en ninguna parte, claro. Desaparecen, todo vuelve a la normalidad, abro la puerta de mi casa y digo: ya os lo decía yo. Luego me siento delante del ordenador y ya de aquí es que no hay quien me mueva.
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