UN FUMADOR
No sé si también les pasa a ustedes, pero a mí los cinco o diez primeros minutos después de despertarme son de lo más raro, una corriente lisérgica de imágenes, frases inconexas o versos de horribles canciones comerciales. Como si a mi cerebro le costara hacer pie después de nueve o diez horas de sueño. Normalmente los paso en la cama con los ojos abiertos, o meando, o arrastrándome hacia el café. En este último caso, suelo cometer errores raros, como sacar la leche de la nevera y llenar con ella el depósito de la cafetera (y a continuación hasta llenar de azúcar el cacillo en lugar de con café). Cosas así.
Esta mañana me he encontrado no con una imagen chorra, sino con una conversación que oí hace muchos años, en mi época de administrativo de una asesoría laboral. Mi jefe charlaba con el dueño de la oficina de al lado, una correduría de seguros, y el tema era el extraño empleado que éste acababa de contratar. Mi jefe tenía sus reservas, no veía con buenos ojos al personaje. El corredor lo defendía de la siguiente manera:
- Sí que es raro, pero a mí la rareza me da igual. Hasta prefiero que no me dé conversación, lo que haga con su vida me la sopla. Yo lo que sé es que es un tío que llega a las ocho menos cinco de la mañana y se va a las nueve o las diez de la noche. Si tengo que llamar a la hora de comer, siempre lo encuentro en la oficina. Si queda algo pendiente el viernes, el sábado por la mañana lo tengo aquí. ¿A mí qué más me da que parezca un asesino en serie? Lo único que tengo que pasarle por alto son las pausas para fumar, eso sí. Y el tío fuma. Más que un carretero. Así a ojo calculo que se mete dos paquetes de tabaco a lo largo de su jornada. A cinco minutos por cigarro me salen tres horas y veinte por día que se pasa en la puerta, pero si te fijas siempre está con el inalámbrico, hablando con éste o con el otro. Pero te digo que me da igual. Además, ahora en verano me he dado cuenta de que cuando suda, el sudor le huele a nicotina, así que casi que mejor que se esté fuera a que me apeste la oficina.
Y mi jefe se quedó convencido de la profesionalidad del fumador, y dejó de hacer comentarios despectivos sobre el tipo. Una semana más tarde ya estábamos acostumbrados a su presencia humeante en la puerta de la calle. Y así hasta que me despedí de allí. Tenía la piel arrugada y amarillenta de los fumadores compulsivos, esa gente que fuma en la ducha y se pone el despertador para fumar en medio de la noche. De su vida privada, evidentemente, nunca supimos nada.
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