19.9.08

OTRO RELATO

Sigo vivo pero rodeado por los cuatro costados de Violeta, lo que me impide actualizar éste su blog tanto como me gustaría. Bueno, dejémoslo en que me impide actualizar éste su blog. Como mi manía de producir textos inútiles tiene que desgarrar por alguna parte, he pergeñado otro relato que parece haberse ganado la aprobación de mi chica, con lo cual ya puedo decir que estoy ante mi-mayor-éxito-editorial-hasta-la-fecha. Lo cuelgo aquí a la atención de todos ustedes; sepan de entrada que lo he concebido como una metáfora del solipsismo y también como una reivindicación del mismo, ahora que mi amada me ha hecho abandonarlo temporalmente.


ISLAS


Por algo será que el espejo me devuelve la imagen

CARLOS VITALE


El término pseudotécnico con que designamos la enfermedad es una invención del poeta inglés John Francis Whitehead, quien en el siglo XIX se refirió a ella con el nombre de pelagia. Se trataba de un poema de amor. Uno de los primeros enigmas que envuelven a la pelagia es precisamente cómo pudo pasar tanto tiempo sin denominación, al menos desde sus primeras descripciones escritas, de época clásica.


Su carácter de enfermedad tabú explicaría esta laguna, así como su concurrencia en numerosos procesos contra la brujería en España y Alemania, durante la Edad Media. Es de notar, sin embargo, que casi ningún pelágico fue enviado a la hoguera en aquellos días. El halo cuasimístico con que los ha envuelto la imaginación popular podría haberlos protegido ya ante la Inquisición, aunque de esto no hay pruebas.


El tabú no se ha desvanecido en épocas recientes. Si acaso ha mutado a una forma más amable de autocensura. Se considera grosero mencionar la enfermedad a los que la sufren, o a los padres de bebés pelágicos recién nacidos. En concreto, se trata de una forma de autocensura positiva, por la cual obviar la disfunción nos hace sentirnos mejor, más tolerantes, más sabios, más mundanos. Sí, bueno, tienes pelagia, y qué, parece que decimos con nuestro orgulloso silencio. Cuando los niños detectan que están enfermos, cosa que no suele ocurrir antes de los siete u ocho años, sus padres les cuentan una historia mítica en la más absoluta intimidad. He dedicado diez años de mi vida al estudio de estas historias, su evolución y su funcionamiento, y apenas he extraído conclusiones universales. Provienen de la superstición y las leyendas urbanas, con la particularidad de que no se universalizan, y hay tantas versiones como enfermos.


Casi la única verdad empírica sobre la pelagia es la que describe su único síntoma: los afectados no se reflejan en los espejos ni en ninguna otra superficie, su imagen no puede ser reproducida por ningún medio mecánico. La figura del vampiro ha adoptado sin ninguna duda esta peculiaridad de los pelágicos. Sin embargo, la comparación resulta grotesca. He hablado con enfermos sobre este tema y me han confesado con absoluta sinceridad que jamás se les había pasado por la cabeza tal similitud. Mi teoría al respecto es que el resto de connotaciones asociadas a los vampiros conforman un todo tenebroso que es el reverso exacto del que el acervo popular asigna a los pelágicos. Nadie ha reparado tampoco en el parecido entre Charles Manson y el Jesucristo de Francesco Modinese, por la misma razón.


Diríase que como contrapartida, los enfermos de pelagia sufren entre un 8 y un 10% menos de miopía. Cientos de experimentos forenses no han logrado identificar ni una sola diferencia en la configuración de sus ojos, lo que ha abierto recientemente las puertas a una teoría sobre una miopía “fantasma”, de origen psicosomático, causada por la imagen que los espejos devuelven a los no pelágicos. Todo esto bordea el esoterismo, así que no me extenderé más.


Otra característica, pero ésta (como todo el resto) no corroborable, sobre los pelágicos, es que parecen extranjeros. La mayoría de los comentaristas de toda época y lugar han señalado esta circunstancia, que en los albores del cristianismo los hizo objeto de culto al sugerir una paternidad divina y una maternidad virginal. Si bien estas tesis fueron perseguidas, el aura mística parece proceder de esta época. Sobre la apariencia de extranjería, sin embargo, no hay argumentos determinantes. Se llevó a cabo un experimento sobre el asunto en los años sesenta, donde a una serie de voluntarios se les confrontaba con pelágicos y personas sanas de diversas etnias. Todos, sin excepción, identificaron correctamente al cien por cien de los pelágicos. A continuación, se les pidió que explicitaran los rasgos físicos en que se habían apoyado para su identificación, obteniendo un desacuerdo total, una serie de resultados en nada diferentes de la aleatoriedad. Más adelante se presentaron todo tipo de teorías fisionómicas, ninguna de las cuales pudo consolidarse. En éste y otros aspectos, como el que mencioné más arriba sobre la miopía psicosomática, la práctica científica se desliza con una facilidad pasmosa hacia el terreno de lo telúrico, de la superstición. Y no es superstición lo que falta en la caracterización popular de esta enfermedad.


Entre los pelágicos apenas hay poetas, apenas novelistas de vanguardia. En cambio, abundan los artistas plásticos y las teorías críticas que relacionan sus obras con su enfermedad: la aparente ausencia del yo en los cuadros, la tendencia al hiperrealismo, la pelagia de los prerrafaelitas y otras veleidades por el estilo.

No sólo los críticos de arte; numerosos especialistas han elaborado teorías sobre la psicología pelágica basándose en especulaciones fáciles. La primera premisa es: el sujeto no conoce su propia imagen, ergo el peso del yo es mucho menor y el del otro está sobredimensionado (pues ocupa el lugar que debería ocupar el primero). La segunda entra directamente a cantar las alabanzas de una psique liberada de los vicios del solipsismo y el hedonismo.


En realidad, estas teorías no son más que la transposición en términos técnicos del mito pelágico popular, ése del que nadie parece hablar nunca pero que se extiende y se repite, siempre idéntico, entre nosotros. El que explica la buena fama de los enfermos, la admiración que se les profesa, el orgullo con que decimos “yo tengo un amigo pelágico” o “mi mujer es pelágica”. Entendemos que sus mentes están construidas con el mismo orden, la misma limpieza y luminosidad aséptica con que nos incitan en los anuncios publicitarios a comprarlo todo. En efecto, para anunciar un zumo, es obligatorio presentar a una familia feliz, guapa, rica, antiproblemática, desayunando ese zumo en una casa enorme, reluciente y ordenada. No compramos el zumo, sino que pagamos por nuestro deseo de que todo se ordene y el dolor desaparezca. Pagamos por que se haga el silencio, por borrar nuestra cara imperfecta del espejo. Por ser pelágicos, en suma. Qué haya detrás de esos ojos, que jamás se han contemplado a sí mismos, no nos interesa en realidad.


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