27.7.12

UN AÑO CHECO, 1X10


 GAS


El Proyecto. El Proyecto, si os soy sincero, no pasa de ser una de esas chorradas que, por un alineamiento estelar tras otro, siguen adelante y crecen y al final se convierten en algo gigante, un poco como hacer una trilogía de películas de Hollywood de inmenso presupuesto a partir de unos juguetes de los años ochenta que eran robots que se convertían en coches, camiones o moscas cojoneras. Oh, el Proyecto. El Proyecto está contenido en un comentario casual de una de las hermanas Miralles, literalmente deberíamos hacer algo, sí, pero nada de playas con pulserita, ni ecoleches, ni etnoconcienciación ni urbaconsumo: deberíamos hacer algo posmoderno de verdad, turismo para nada, pagar por que todo siga igual. Y poder ponerlo en el Facebook. ¿Qué os parece? Nos pareció muy bien, empezamos a darle vueltas porque parecía divertido competir por decir la mayor parida, la más moderna, la más absurda. Como en un juego. Y yo acababa de leer este relato, Ante la ley, y dije que estaría guai hacer kafkaturismo, o sea, visitar un palacio a las afueras de Praga del que nos inventaríamos que es el que inspiró al viejo Franz, y una vez allí pasar una cantidad indecente de tiempo esperando ante un portón custodiado por un guardián. Hacerse fotos con el guardián que se describe en el cuento, de aspecto terrible pero tranquilo. Tal vez no estaría de más copiar y pegar aquí el texto, que no es muy largo:



Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

Los que no habían leído la fábula, lo hicieron en este momento. A partir de ahí, todo adquirió la forma y el funcionamiento de un tobogán muy deslizante. El tono que adoptamos, mezcla de humor y de fe, era la sustancia deslizante. El Kafka Weekend, según su diseño original, empezaba en Barajas el viernes, a las siete de la tarde. A Praga (pero no a Praga, a un hostal a las afueras de Praga, cercano al palacio) uno llegaba a eso de las once y media. La publicidad debía informar de que a esa hora no era posible cenar en el hostal y no había nada en las inmediaciones, con lo que el viajero debía llevar preparada su fiambrera y despacharla en su habitación sin wifi ni canales internacionales, pero sí con obras de Kafka y malas reproducciones de Klimt. Ya el sábado, tras un desayuno incluido en el precio pero consistente por sorpresa en café, sopa de col y gulash, el reto consistía en encontrar el palacio, usando para ello un mapa deliberadamente contradictorio. Tras estas aventuras tan kafkianas, el turista arribaba por fin a la Puerta, debidamente equipada con un guardián tártaro, y allí se hacía fotos, departía con otros visitantes, leía en una placa junto a la puerta abierta el discurso del guardia en varios idiomas, etcétera. Por la noche, quienes decidíesen acampar junto a la puerta dispondrían de una seta calefactora y material de pernocta (sacos, aislantes, termos de café, etcétera). También habría un latero chino, pero vendería deliciosas cervezas checas en lugar de Mahous, y gulash con patatas fritas. Zona Wi-Fi 24h y una audioguía que leería el relato, en bucle, en el idioma elegido. El gran final, el domingo a las 12, hora en que el minibús recogería a los turistas desde la misma puerta del palacio: el guardián repite en alemán las últimas palabras del relato, y cierra el portón entre aplausos y vítores. Llegada aproximada a Barajas (escala Munich): 18:35 hora local.

Maravillosas las Miralles, que entraron desde el principio en un éxtasis dicharachero y aportaron perlas como: la tarjeta de fidelización “Chicas y chicos Franz Kafka”, que ofrecería descuentos a los turistas que repitiesen la experiencia trayendo amigos nuevos; la página de Facebook, llamada “Kafkomanía”, y la lista de reproducción de Spotify, que incluiría obviamente aquélla de Chinarro que dice “Yo miraba el castillo / y me creía Franz Kafka. / Y escribí esta canción / que acabé en una tasca”, entre otros éxitos de Kraftwerk, Yo La Tengo y demás parafernalia übergafapasta. Medio diseñamos de cabeza el merchandising, también, entre el que destacaba una camiseta con la imagen del guardián turco con el báculo de Gandalf en la mano y la leyenda “THOU SHALL NOT PASS!”, y otra, con la cara sonriente de Kafka en lugar de la de Obama en su famosa imagen, y I WANT SUICIDE en lugar de CHANGE.

Todos habíamos terminado con éxito los estudios de Turismo, y curiosamente también todos éramos técnicos superiores en prevención de riesgos laborales (las tres especialidades). Cuatro de nosotros, además, éramos técnicos en redacción de informes de impacto medioambiental y estábamos en posesión del diploma de experto en comercio exterior. Tres, del de técnico en creación y administración de redes virtuales, además del de creación de páginas web. Dos (las Miralles), MBAs de la Escuela de Negocios local. Acumulábamos certificados de nivel de los idiomas inglés, francés, alemán, árabe, ruso y chino. Estábamos enamorados. Éramos jóvenes. No habíamos votado nunca a nadie y esto, todos lo habíamos leído en la biografía de Steve Jobs, iba a hacernos ricos y famosos.

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