MÁS BATALLITAS DEL AMIGO MASTRONARDI
Mi anécdota favorita, la que le cuento a todo el mundo a la altura de la segunda cerveza, media hora después de conocernos, es más o menos así: una vez estuve en una fiesta tan aburrida, tan aburrida, que había gente leyendo las páginas amarillas. Esto es algo que me ocurrió cuando yo tenía dieciséis años, en Florencia, en una habitación de un hotel para viajes de estudios. A saber: era una fiesta, era viernes, teníamos las mochilas a reventar de whisky, vodka y hachís. En la habitación había unas veinte personas, bastante repartidas entre los dos sexos. Habíamos tenido el día libre para pasear por la ciudad, pero no estábamos cansados. Delante de mí había al menos tres chicas por las que habría dado la mano derecha a cambio de sexo (y esto sin haber bebido nada), más o menos igual que le pasaba a todos los otros chicos. Y yo mismo, como supe después, estaba en el punto de mira de alguna otra mancheguita. Sin embargo, nadie hablaba, nadie bebía, nadie fumaba. La gente se había apalancado en el primer sitio que había visto: la cama, el suelo, la ventana. Y así una hora, dos. Nadie tenía ningún otro plan. A eso de las once, fueron desfilando para la cama. Mi amigo Fito y yo salimos por la ciudad y mientras nos bajábamos una cerveza tras otra en alguna de aquellas horrorosas y carísimas discotecas unisex italianas, flipábamos: qué coño había sido eso, ¿una abducción? ¿Hipnosis? ¿Influencia de algún santo o santa a quien nuestras madres le habían encendido velas para que no pecáramos en su ausencia?
Aún recuerdo a Sole, mi compañera de tercero de B.U.P., pasando páginas de la puta guía de teléfonos. Entonces, ni Fito ni yo comprendíamos nada. Ahora sé que la vida entera consiste en eso.
2 comentarios:
Se me ocurren dos comentarios, en este orden:
1. Pero me es más triste de robar.
2. El primer paso es admitirlo.
Se me ocurren dos comentarios, en este orden:
1. Pero me es más triste de robar.
2. El primer paso es admitirlo.
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