EXILIO DE LA PIEL
El sábado por la noche entré a una muy modernilla tasca de mi ciudad para comprar tabaco. Al acercarme a la abarrotada barra para pedirle al camarero que accionara la máquina apoyé sin querer la práctica totalidad de mi antebrazo en el antebrazo de una chica que estaba a mi derecha esperando ser atendida. Durante una décima de segundo no más. La miré y le dije perdona pero no me salía la voz del cuerpo. La chica no era gran cosa, una especie de Natasha McElhone pero en soso, vestida de roquipanqui, es decir, con una camiseta sin mangas de los Ramones y unas Vans a cuadros negrorosas (¿en qué momento ha entrado la consumodernidad alternativa a la Mancha profunda sin yo darme cuenta?). Da igual esto: el contacto brazo - brazo duró lo suficiente para provocarme un ajenamiento espaciotemporal de caballo: una piel indescriptiblemente suave, con una temperatura tan baja como la de mi ex (incluso a pesar del hecho de que yo acababa de entrar desde la fresca noche y ella ya estaba dentro del bar), una madalena de Proust clásicamente envenenada, una canción de los años 90. Yo era un refugiado palestino trasladado a Occidente para una pequeña intervención quirúrgica, y la (más) fría calle a la que volví fumando, Nablús.
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