24.11.08

ESPERANDO A GORDOT

He pergeñado otro relato, que les pego a continuación. A Violeta le ha encantado o eso dice, pero también se ha puesto a psicoanalizarme con el texto en la mano, lo cual es un poco papelón. Me he reído mucho con ella porque tiene razón cuando me advierte de mi absoluta obsesión contra los iPods y los perroflautas (que parece que salen en todos mis relatos), pero cuando se ha puesto a describirme los posibles traumas que al parecer me quedan de cuando me peleé con mis amigos ya he tenido que cortar la conversación y plantearme si volveré o no a dejarle más textos. Sea como sea, me lo he pasado muy bien escribiéndolo, y si se animan a leerlo, les agradeceré sus comentarios.


ESPERANDO A GORDOT

Me explico: Gordot es Paquirrín. Vladimir soy yo, porque el nombre mola más que el de Estragón, y dado que es mi historia, elijo yo. Estragón es Vicente, mi cámara.

Esperamos a Gordot en la puerta trasera de su instituto. El lunes y el martes lo estuvimos esperando en la principal a la hora de salir. Hoy, miércoles, y gracias a un soplo de un chaval, nos hemos apostado desde primera hora de la mañana aquí en la trasera, que es la que usa Gordot para fumarse las clases con sus amigos.

La orden es de nuestra productora, claro. Gogo y yo trabajamos para una empresa que crea contenidos audiovisuales diversos y se los vende a cadenas de televisión locales. Estamos asignados a Mónica Pérez, que se encarga del Corazón. Nos pasamos la vida en Barajas, con escapadas a Atocha a esperar el AVE. En todas partes, esperamos. Solo que hoy esperamos a Gordot. Para hacerle unas preguntas.

Ya hace dos semanas que el padrastro de Gordot, un delincuente llamado Julián Muñoz, llamó al chico parásito malcriado. Con lo que lo que Paquirrín tenga que responder al exabrupto puede parecer cosa de ayer, agua pasada. Sin embargo, durante el fin de semana Isabel Pantoja ha dicho que mi hijo es lo más grande de este mundo y todo lo demás queda en segundo plano, frase ultracomentada estos últimos días en los debates amarillistas y catalogada como la prueba definitiva del distanciamiento entre la pareja. A lo que la jefa quiere añadir la guinda de las declaraciones de Gordot echando más leña al fuego en que se cuece el ex-alcalde. Eso, y que la semana se presenta poco abundante en llegadas vía puente aéreo de famosos al aeropuerto de Barajas.

Esperamos, toda la mañana esperamos bajo la lluvia al cabronazo de Gordot. El chiste se me ocurrió el lunes y tal como vino se lo comenté a Gogo. No me entendió o no le hizo gracia. Reaccionó como siempre que le digo algo: volviéndose a colocar los auriculares del iPod en las orejas.

He tenido etapas de odio hirviente contra Gogo. Miro su gorra de revolucionario cubano, su pelo largo, su barba, su cazadora Ecko, su camiseta Guru, sus pantalones Schott, sus zapatillas Etnies, su iPod, su iPhone y su kufiya palestina y me invade la sensación definitiva de que lo hace a posta, que lleva esa indumentaria que podríamos valorar en mil euros y esa pinta de modelno acumulativo exclusivamente para joderme a mí, que ha descubierto mis fobias éticas y estéticas y ha emprendido una campaña para desestabilizarme emocionalmente. Me hace mal tomarme lo de Gogo como algo personal. Trato de relativizar las cosas. Por Barajas, las pijas con trolleys Samsonite lo suelen mirar de arriba abajo tras sus inmensas gafas de sol, y esto me ayuda. O pienso en que tiene treinta años y vive con sus padres, lo que me ayuda todavía más.

Esto no es Esperando a Godot, sino Esperando a Gordot: aquí Didi y Gogo no hablan de nada; miran a las chicas y piensan en sus cosas. Sabemos en qué cosas piensa Didi (porque lo cuenta), pero no en qué Gogo. En qué piense Gogo pasa por ser uno de los misterios mejor guardados del universo. Como el bosón de Higgs: se conjetura que existe, pero no ha podido ser captado por medio alguno.

Didi, un servidor, mira caer la lluvia resguardado, junto a Gogo, bajo una parada de autobús. Tengo veintinueve años que he desperdiciado en una licenciatura en Periodismo y un carísimo máster de El País, además de en un proyecto artístico que, bajo el nombre de Colectivo Chichipán, agoniza ahora tras varios años produciendo un videoarte que jamás ha sido seleccionado ni para una triste feria de arte alternativo de provincias.

El Colectivo Chichipán lo fundamos mi amigo David y yo al poco de empezar la carrera. Nos interesaban las formas artísticas parásitas del periodismo, como los falsos documentales; las estrategias de representación de la realidad, sublimadas al servicio de la ficción. El factor vanguardista de nuestros montajes lo aportaba lo malos e inútiles que éramos. Nuestra primera producción, Fernando Rubio Muñoz, explorador de los estratos, alternaba entrevistas con actores amateur (en realidad amigos sin experiencia interpretativa) y tomas de la vida real de un mendigo que solía deambular por la plaza de Santa Ana en aquella época. La historia presentaba a un yuppie ochentero que tras una epifanía cocainómana decidía liquidar sus propiedades y dedicarse a la mendicidad. Salían sus pijísimas mujer e hijas (mi tía Cecilia y dos amigas de David), su mejor amigo vagabundo (un compañero de clase con rastas) y dos antiguos compañeros de la empresa (David y yo con corbata disimulando las risas). Al mendigo, que se llamaba Gregorio, le dábamos limosnas a cambio de que dijera un par de frases, pero las cambiaba por sus rollos recurrentes: diatribas contra su hermano y contra los servicios sociales de la Comunidad de Madrid, sobre todo. Lo dejamos así y al final no se entendía nada, pero nos dio igual y nos lanzamos a por el siguiente montaje: Hombres pájaro, sobre una comunidad de personajes obsesionados por el diseño y construcción de alas con que poder saltar de décimos pisos. A algunos profesores les hacíamos gracia y nos proporcionaban el material, en préstamo de la Facultad. Otros nos miraban con cara de hastío, y se guardaban unas descalificaciones que seguramente nos habrían venido muy bien.

En tercero conocimos a Berta y completamos el Colectivo y también uno de esos triángulos amorosos con que los franceses hacen películas y más películas ganadoras de premios del jurado del festival de Montreal. Berta había terminado Arte Dramático y compaginaba el teatro alternativo con Periodismo por exigencia de su padre, seguramente ya un poco cansado de sufragar la estancia capitalina de su preciosa hija. Venía de Alicante, ciudad que odiaba con toda su alma, y desde el minuto uno se dedicó a transformar los presupuestos del Colectivo Chichipán, acercándolos al happening, el guerrilla art y la acción callejera. Seguíamos poniendo en cuestión los mecanismos falseatorios del periodismo, pero ahora haciendo el ridículo por la calle y grabándolo con una cámara más barata (arte povera).

Qué buena estaba, Berta. Su proximidad nos infundía a David y a mí una euforia que al principio uno siempre confunde con lo hormonal, hasta que cae en la cuenta de que a/ está enamorado hasta los huesos, b/ no existe explicación racional posible y c/ la cosa va a acabar como el rosario de la aurora. Nos hicimos unas caretas de Belén Esteban para un proyecto llamado The Belén Horror Show, que consistía en una serie de gags metaperiodísticos: en uno de ellos, Berta se ponía la máscara y entrevistaba a un viandante que previamente hubiera aceptado colocarse la misma máscara, con preguntas sobre el tercer mundo y la situación de los trabajadores del sudeste asiático; en otro, Berta se abalanzaba, encaretada y micrófono en mano, sobre cualquier peatón y le gritaba mi vida amorosa va genial, mi hija Andrea es un regalo de dios, estoy totalmente recuperada de mi adicción a la cocaína. Mientras, David y yo grabábamos. En fin, todo muy guai, todo muy alternativo. Enviamos The Belén Horror Show a una selecta lista de festivales de videoarte que nos proporcionó Berta, sin resultado alguno.

Por entonces nos hicimos fans de unos artistas rusos llamados The Blue Noses, que curiosamente eran dos amigos y una chica más bien explosiva que solía aparecer desnuda en sus acciones. Proyectamos un montón de montajes en esa línea, que implicaba la desnudez de Berta y la nuestra, caretas, y revolcones de los tres por colchones y sofás. En una de ellas, La Santísima Trinidad, yo iba a hacer de Alberto Ruiz Gallardón, Berta de Esperanza Aguirre y David de Rouco Varela. En otra, Berta-Osama Bin Laden nos masturbaba a David-George Bush y yo-Tony Blair (en una toma de cintura para arriba, no crean que éramos tan alternativos). Al final, Berta alegaba complicadísimas teorías estéticas para renunciar a quitarse el sujetador, o proponía que lo reescribiésemos para hacerlo vestidos y en la calle, para incluir al espectador espontáneo, y nos dejaba frustrados y maquinando otras formas de tocarle las tetas on stage.

Un par de veces, sin embargo, Berta sí se desnudó. Para David. Y rigurosamente off the record. Tal vez esto me habría destruido si no hubiera percibido que era a mi amigo a quien aquello destruía más. Pero no podíamos hacer gran cosa. La mayoría de fines de semana, Berta desaparecía para sumarse a la gira de su compañía de teatro alternativo (en realidad una panda de saltimbanquis que se curraban el circuito de ferias medievales disfrazados de paje), y teníamos la certeza de que era ahí donde nuestra musa se procuraba su ración de sexo semanal: la imaginábamos bajándose los calzones de cuero entre pilas de heno y entregándose a un perroflauta con sombrero de bufón. Éramos capaces hasta de oír con dolor el sonido que producían los cascabeles de este gorro mientras follaban. Por nuestra parte, habíamos cambiado de amigos, y ahora salíamos los fines de semana con gente del circuito videoartístico que nos había presentado Berta. Nos reíamos infinitamente de todos ellos, David y yo, nos drogábamos a discreción y, algunas veces, aprovechándonos de la ingenuidad de las benditas aprendices de videoartista, de sus corazones sensibles atestados de traumas infantiles e incomunicación, capaces de admirar nuestro cutre arte, también follábamos. Los lunes, sin embargo, nos reuníamos los tres en la facultad, y las más o menos felices circunstancias del fin de semana se borraban de nuestras mentes en el acto.

De esa época dichosa data nuestra mejor obra, El desfile. Una pequeña subvención de la universidad y la intermediación de un amigo con enchufe en la programación de las Noches Blancas nos permitió instalar una pequeña tribuna portátil, como las que se usan para sentar a las autoridades en los desfiles callejeros, en la acera de la calle Fuencarral. Berta, David y yo, junto con otros veinte amiguetes de todo pelo, nos disfrazamos de majorettes y pasamos la noche sentados en la tribuna, agitando banderitas yanquis y vitoreando a los muchos peatones que pasaban por delante. No por obvia le pareció a la gente la instalación menos encantadora, y conseguimos lo que queríamos, esto es: que muchos se pusieran a hacer el payaso animados por nuestros gritos, que unos raperos se marcasen un espectáculo de break dance y que bastantes otros se sentaran con nosotros a admirar el espectáculo buena parte de la noche. La mejor de mi vida. A eso de las siete, un poco drogados aún pero muertos de frío, subimos los tres a mi casa y dormimos juntos, desnudos, bajo el nórdico de la cama de mis padres (que estaban en la sierra), con Berta obviamente en el centro abrazada a mi pecho, y David abrazándola a ella por detrás. Si algún día me olvidase de todo, por ejemplo porque tanto esperar a Gordot me provocara una lobotomía, de eso no.

Luego fuimos acabando la carrera, primero Berta y con mejores notas, a continuación yo y un año después David. Todavía proyectamos algunos montajes, pero eran de entrada más complicados y dependían de conseguir alguna financiación que nunca se materializó. Apenas teníamos ya tardes libres para echárselas a los perros del Colectivo Chichipán; trabajábamos por separado y luego nos costaba encontrar huecos para reunirnos y poner nuestras ideas en común. Berta se dejó crecer el pelo, que siempre había llevado mal rapado, y se puso una media melena para poder hacer pruebas por las televisiones. David abrió una página web sobre arte emergente que en poco tiempo le empezó a procurar invitaciones a eventos, en muchos casos con billete de tren y hotel. Yo logré matricularme en el máster de periodismo de El País y me pasé seis meses sin salir.

Nuestro último proyecto, Sightseeing, estuvo sin embargo a punto de ver la luz. Consistía en alquilar un autobús turístico, llenarlo de rubias estudiantes de Erasmus y meterlo por los poblados de la droga sin parar de disparar flashes, y una pequeña productora de vídeo iba a pagar nuestras facturas. Diseñamos el recorrido y metimos a nuestro simpático productor en el coche de David a probar el efecto. Nos internamos en un poblado de la Cañada Real y nos paró la policía durante una hora y media. Cuando ya casi habíamos logrado convencer a los agentes de lo que estábamos haciendo, se había hecho de noche y empezaron a llover piedras. Una de ellas le dio a Berta en la mano derecha, y otra reventó el parabrisas trasero del coche. Salimos pitando detrás del coche patrulla (que no tardó en perderse de vista), en dirección al hospital. No hablábamos. Sentíamos que, aunque seguíamos moviéndonos hacia adelante, el tren había cambiado de vía, sin más detalles.

Lo de Berta no fue nada. Bueno, no fue nada desde un punto de vista médico, porque la cosa tuvo tremendas repercusiones cuando se lo contó a sus padres, que decidieron plantearle un ultimátum: o vuelves a Alicante o dejamos de apoyarte económicamente. Y ahí tienes a Berta mudándose a un cuchitril compartido en Pan Bendito, trabajando en un irlandés por las noches y haciendo de chica para todo en una productora infinitamente cutre especializada en concursos timo de ésos con una pregunta facilísima y una llamada carísima que suelen poner de madrugada por la tele, dándose el caso, al poco tiempo, que un tipo que estaba bebiendo aburrido en el irlandés la vio por la pantalla del bar mientras ella tiraba pintas de cerveza junto a él, y le preguntó cómo es posible, si ese concurso es en directo y la gente está llamando ahora mismo y hablando contigo, que tú estés delante de mí trabajando en este bar, que si acaso tienes poderes ocultos y eres capaz de teletransportarte o desdoblarte, a lo que Berta respondió que ojalá, pero que no, con lo que el tipo dijo entonces es que no eres más que una estafadora, cosa que por algún motivo le hizo tanto, pero tanto daño a Berta que al día siguiente estaba haciendo las maletas y cogiendo el primer tren para su aborrecida provincia.

Perdida de vista nuestra amada, David y yo empezamos a acusar el esfuerzo de buscar tiempo para vernos, no digamos ya de quedar a discutir el futuro del Colectivo Chichipán, que cada uno por su cuenta daba por acabado. Además de la gestión de su web, había empezado a colocar críticas de los eventos a los que asistía por suplementos culturales de periódicos menores, y también a redactar catálogos y a participar en libros colectivos sobre arte contemporáneo. Sin dejar de echar de menos a Berta, ahora estaba en contacto con docenas de bellas aprendices de videoartista, y se había mudado a una especie de mínimo bajo, húmedo y oscuro como una alcantarilla, pero solo para él, en Lavapiés, donde estaba a punto de comisariar una muestra de arte interactivo e intercultural para el ayuntamiento. Es decir, que todo le iba genial.

A mí no tanto.

Nunca he tenido las capacidades sociales de David. Al acabar el máster hice prácticas en la redacción digital del 20 Minutos, sin pena ni gloria, y a continuación me planté frente a la puerta fría del mercado laboral sin un solo teléfono al que llamar ni una mala carta de recomendación que presentar. Me quedé bloqueado y pasé un año entero metido en casa, enviando vagamente currículums por emilio y viendo la tele. Berta solía llamarme y no le contaba nada, o pretextaba cualquier cosa para colgarle, y a continuación me ponía a llorar un rato. David me presentó a su novia, una enfermera coruñesa, flaca y encantadora, llamada Fara (?), y pasé la noche redirigiendo el tema de conversación hacia los muchos proyectos de la pareja. El nombre de Berta no se pronunció (por primera vez desde que David y yo la conocimos) en toda la noche, cosa que por algún motivo me provocó unas ganas irrefrenables de vomitar. O tal vez fue el falafel del horrible garito de Lavapiés en que me convocaron. Vomité, pues, y salí del váter con tal rostro pálido que no pudieron ni insistir en que me quedara a tomarme un té de marihuana.

No voy a seguir más con esto. Ya te haces una idea, Gogo, de cómo los mejores amigos del mundo fueron distanciándose y la juventud se terminó not with a bang but a whimper, sobre todo porque la historia es tópica y la habrás oído, en diferentes versiones, un millón de veces. Tampoco digo que la estés oyendo ahora, porque me la estoy contando a mí mismo y tú estás con tu puto iPod escuchando a tus Slipknot (¿quién cojones escucha a Slipknot a estas alturas?). El desarrollo es convencional, contiene lugares comunes del tamaño de un campo de fútbol, como lo del triángulo amoroso o lo de la pérdida de las ilusiones adolescentes, lleva su poquito de sexo, como mandan los cánones, y no aporta gran cosa. Todo el mundo es un narrador, porque se cuenta a sí mismo su propia vida mientras espera a su Gordot particular; casi nadie, sin embargo, inventa mecanismos nuevos para ello. No hace falta: ahí está su baúl de novelas y películas para cortar, pegar y cambiar dos o tres datos. Et voilà.

David García-Esteban es más o menos conocido hoy en día: está a cargo de una bienal que patrocina el ayuntamiento de Madrid y colabora en El Cultural del periódico El Mundo. Vive con su novia en Malasaña.

Berta Almansa es actriz, habitual en la serie de humor Quina putjada!, de Canal 9 (menudo susto cuando la vimos hablando en catalán, idioma que no sabíamos que conociera). Además, gira con la compañía Teatre Blanc, con diversos espectáculos emparentados con la dramaturgia de la crueldad.

Francisco Rivera, a.k.a. Paquirrín a.k.a. Gordot sigue a día de hoy matriculado de 4º de la E.S.O.

Vicente Gómez sigue ahorrando para independizarse. O para comprarse unos tenis Dolce & Gabbana, no sé.

Yo, espero.

1 comentario:

José Alcaraz, 1983 dijo...

Pues vaya, cada día me parezco más a Vladimir. Eso sí, salvando las distancias y que a mí no me ha tocado el Gordot.
Muy entretenidas estas miserias que el cielo sabe, como más o menos dice una canción.

(Salud)os!