7.11.08

KRIPTONITA

He pasado todo el día escribiendo un relato, mientras Violeta me miraba a ratos. Es la bonita rima que podemos aplicarnos hoy. De vez en cuando pensaba que da igual que V. no sepa lo de este blog si sí sabe que escribo relatos y además le gustan. Me encanta que me mire escribir. Es como si me creciera una identidad nueva y flamante. Justo de lo contrario habla este texto, que espero que disfruten:


KRIPTONITA

El susto más grande de nuestra vida nos lo llevamos el sábado pasado, en mitad de la noche. Llamó un médico preguntando por mí, por mi nombre completo, y me dijo que nuestra hija estaba ingresada en el hospital de San Gregorio con una hemorragia interna. Me puse de pie mientras mi mujer preguntaba seis veces consecutivas qué pasa, nene, qué pasa. Eran las dos y veinte de la madrugada, pero la llamada no me despertó. Yo seguía despierto porque unas horas antes había iniciado con Mari uno de esos bailes de acercamientos y alejamientos que tienen como objetivo el sexo, baile que había terminado hacía no mucho con el resultado de derrota total de mis banderas, y además mediante la rendición más indecorosa: aquélla en que uno se enfada y rechaza definitivamente a su contraparte, dándose la vuelta con gran aparato y abrazando un cojín.

Al principio me resistí a comunicarle a mi esposa que la hemorragia procedía de un desgarro anal, en parte por los restos de ese enfado que se disipaba rápidamente. Además ella no paraba de preguntar: sabía que había estado hablando el suficiente tiempo con el médico como para conocer más detalles. Apenas nos subimos al coche, se lo dije. Nos quedamos callados, pero casi se podía oír el ruido que hacían nuestros cerebros, semejante al de los ventiladores de los ordenadores. Doblamos hacia la avenida que conduce a la autovía, a esa hora repleta de coches a su vez repletos de borrachos. Nunca he odiado más ese maldito pueblo de playa que esa noche, lo que representa mucho, créanme, mucho odio. Pensaba además en la media hora larga de autovía que nos separaba del hospital y me daban ganas de gritar, o mejor, de echarle en cara a Mari que hubiese insistido en pasar el fin de semana en la playa y dejar a la niña sola en el piso. Pero no lo hice. No lo hice no por nada, sino porque podía prever la contrarréplica, que consistía en echarme en cara a mí mi tendencia a dar más libertad a nuestra hija, endosarle poco a poco más responsabilidades. Nuestra niña. Sus diecinueve años. Su carita de chica buena. Sentí una arcada y me detuve para vomitar. No era el único que lo hacía en ese momento. Notaba el estómago como una piedra verde extremadamente pesada, hecha de un mineral extraterrestre y radiactivo. Kriptonita, pongan.

Por el camino, sin embargo, apareció volando por mi mente una idea que, de paso, me iba a servir para atacar, si bien de forma indirecta, a Mari. Emboqué:

- ¿Puede ser que haya ido tu hermano Antoñito a casa esta noche?

Me explico: Antoñito es el hermano menor de mi mujer, y padece cierto retraso mental combinado con esquizofrenia. De un tiempo a esa parte, las reuniones familiares se habían convertido para mí en un festival del nerviosismo, debido a lo que yo interpretaba como la fijación del tío Antoñito por Alicia, mi hija. El hombre encaja perfectamente, además, con el sombrío arquetipo del retrasado agresor sexual: mide un metro noventa y pesa unos ciento veinte kilos. En contra de mi teoría actuaban, no obstante, dos hechos: a/ que nunca había visto a los dos a menos de diez metros de distancia; y b/ que debido a la tremenda medicación que se le suministraba, el hombre siempre estaba sentado o acostado, durmiendo o casi, en cualquier situación. Estaban las miradas, cosa que yo creía un hecho objetivo, pero a Mari se la llevaban los demonios ante estas acusaciones mías, y me tachaba (a mí) de loco, obseso y fanático. Esta vez también lo hizo, pero, cómo diría, no con tanta contundencia, como si la horrible posibilidad de que su propio hermano hubiese violado a su hija despejara un tanto, aliviándola en parte, los muchos interrogantes que la corroían en ese momento. Y a mí también. Es por ese motivo por el que continuamos especulando en el coche, mientras acelerábamos. Por ejemplo con la siguiente hipótesis de Mari:

- Pues no creo que tengamos que dar por seguro que ha sido mi hermano Antonio. También puede haber sido un moro de los muchos que se ven últimamente por el callejón de detrás de la casa.

Nos quedamos callados otra vez, sopesando las piedras que contenía esa frase, su sabor y su olor, unos minutos. Mari y yo somos de izquierdas, concretamente simpatizantes del PSOE, y si hay algo que nos su-ble-va es el racismo de nuestros conciudadanos conservadores, por desgracia mucho más numerosos que nosotros, en nuestra provincia. Para nosotros era un motivo de orgullo vivir en el barrio en que vivíamos, céntrico pero un poco deprimido, bastante multicultural, y despreciábamos a los que decidían irse a las urbanizaciones exteriores, porque pensábamos que en el fondo lo hacían por pura xenofobia. Una frase como la que todavía flotaba en el aire del coche nos habría hecho saltar del asiento oída en cualquier otra situación, pero ahí estaba y era nuestra, como -perdonen- una mierda suspendida en el agua del váter. Me dio un poco de pudor continuar por ese camino, pero a Mari no.

- No pongas esa cara. Como si tú no los hubieras visto en la puerta del locutorio, sin hacer nada en todo el día y comiéndose a las mujeres con los ojos.

Y siguió así un rato más, emitiendo un catálogo de esos lugares comunes que conocíamos tan bien. No quise contestarle, pero me convencí súbitamente de que había sido así. Visualicé incluso a uno de los magrebíes del callejón introduciéndose en nuestro portal cuchillo en mano, ocultándose en el hueco de los buzones, en la oscuridad, y asaltando a Alicia que recién volvía en chándal de comprar cocacola en el chino de la esquina. Vi el forcejeo, vi cortar el cordón de los pantalones rojos del chándal Adidas de mi hija, un poco demasiado ancho, vi sus bragas rosas de algodón, y ya no vi nada más. Me sentía enfermo otra vez. Rojo, rosa y, sí, verde, una piedra verde. En el estómago. Para entonces Mari había interrumpido su parloteo, supongo que porque un exceso de visualización le habría provocado la misma náusea que a mí. Pero no nos detuvimos. Estábamos ya subiendo el exiguo puerto que divide la costa del valle que ocupa nuestra ciudad. Empezamos a tomar las primeras curvas. Habríamos debido parar, a vomitar o sudar el fluido verde que nos intoxicaba, pero no lo hicimos. Como aplicándose una cura, Mari dijo:

- Tampoco eso es seguro. La cría habrá salido esta noche, vete a saber dónde ha estado. Puede haber sido cualquiera. Puede haber sido un amigo.

Un amigo. Otra vez la incertidumbre total, la inconsistencia de cualquier explicación que pudiéramos generar con tan pocas pistas y encerrados en el coche. No acepté del todo lo del amigo, pero seguramente por no volver al vacío. Prefería seguir poniéndome enfermo con la imagen del magrebí (aunque en ese momento el término no era magrebí, era moro), que eso. Mejor la kriptonita que el espacio exterior. Mi mujer, en cambio, eligió el espacio exterior. En esos dos lugares tan lejanos pasamos el resto del tiempo hasta que llegamos al hospital.

Estaban operando a Alicia. El médico de guardia de Urgencias tardó diez minutos en poder atendernos. Nos dio todos los detalles de la herida y de la intervención quirúrgica con que pensaban cerrarla, así como del tratamiento posterior, que incluía una dieta líquida. Pero nada de lo otro. Alicia había llegado perfectamente consciente, pero no había contado ni quién, ni cómo. La sencillez con que el médico se lavaba las manos a ese respecto me hizo sospechar que sí sabía. Alicia había llegado en ambulancia, y se suponía que había sido ella misma quien había llamado al 112. Quise que me acompañara a comisaría en ese mismo momento, pero dijo que el parte médico era lo único que el hospital podía proporcionarnos, y lo único que necesitábamos para apoyar nuestra denuncia. Todo lo demás tenía que aportarlo Alicia. Después le pregunté si había algún psicólogo con ella, y contestó que la atención psicológica la recibiría a su debido tiempo, si era necesario, y previo diagnóstico. Tenía toda la pinta de saber lo que me estaba haciendo la kriptonita, porque a pesar de mis evidentes ganas de matarlo en aquel momento, se dio la vuelta y se metió en su cubículo.

Era ya de día cuando pudimos entrar a la sala de postoperatorio y ver a la niña. Estaba bajo el efecto de los tranquilizantes, un poco pálida, pero sin las marcas en la cara que habíamos previsto. Llevaba un suero clavado al brazo izquierdo. Apenas podía hablar, y tampoco le preguntamos nada más allá de cómo estaba. Nos hicieron salir. Nos dijeron que nos avisarían cuando la instalaran en una habitación, y nos metimos en la sala de espera. No pudimos sentarnos hasta pasada una hora.

Ya no es necesario dar más detalles de nuestra verde espera ni de nuestro paisaje mental. A Alicia la subieron a planta casi a las dos de la tarde, y su compañero de habitación acababa de recibir el alta y se preparaba para marcharse. Llegó la comida prescrita: caldo aguado y zumo. La dejamos comer (beber) mientras el vecino recogía sus cosas aparatosa y ruidosamente, acompañado por tres miembros de su familia. La niña parecía despejada, parecía haber dormido algo, no mostraba signos de dolor físico, le apetecía el caldo. Casi no quería que nos quedáramos solos, porque no sabía qué decir, pero ocurrió. Se cerró la puerta. Mari recogió el carrito con la bandeja vacía. Dije:

- Alicia, ¿qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?
- Papá, sé lo que estás pensando, pero no ha sido eso.
- ¿Pero quién ha sido? ¿Lo conocías?
- No me estás escuchando. Claro que lo conocía. Ha sido Andrés.
- ¿Andrés? ¿Qué Andrés? ¿Sabes tú quién es, Mari?
- No.
- Papá. Andrés es un amigo. No importa quién sea.
- Sí importa, hija. Necesitamos su nombre, nada más. Yo me voy a encargar de todo. Te tienes que acordar de sus apellidos.
- Que no me entiendes, papá, coño, que no es eso.
- No lo protejas, hija, por favor, ahora hay que hacer lo que hay que hacer. Te juro por mi madre que nunca vas a volver a verlo. Ni en el juicio ni nunca. Tenemos...
- ¡Papá, hostias!
- Juan Pedro, deja que hable la cría.
- ...
- Gracias. Que no hubo de eso que estáis pensando. Que no es eso. Violación. No. Estábamos en la casa. Haciendo el amor.
- ... (puntos suspensivos orales, no mentales)
- Joder, es que me da vergüenza. A ver. Estábamos en vuestra cama. Pasándolo bien, ¿vale? Y una cosa llevó a la otra. No me puedo explicar de otra manera. Nos dejamos llevar y, al final, nos quemamos. No hay más historia. De verdad que no.

Hubo un silencio.

- Mira, Alicia, hija. No sé cómo decirte esto. Es muy posible que estés en estado de shock y no quieras aceptar lo que ha pasado, o que te resulte más fácil culparte a ti misma que a tu amigo Andrés, pero creo que no te haría ningún favor si yo te dijera ahora que me creo lo que me cuentas y que aquí no ha pasado nada, porque

Ahí me detuve, porque Alicia se estaba riendo.

- Ay, papá, un día con más calma me vas a explicar por qué piensas que con lo que te he dicho me estoy "culpando a mí misma". Pero bueno, el caso es que llevas razón. Me estoy culpando a mí misma, aunque no por lo que tú crees. La culpa es mía, sí. Primero, porque fui yo la que le pedí que lo hicieramos así, y segundo, porque cuando empezó a salir un poquito de sangre él quería parar, pero yo lo obligué a que siguiera más fuerte, hasta que pasó lo que pasó. Ya está dicho. Y mira que sabía que ibas a pensar inmediatamente en lo de la violación. Por eso le dije que no se quedara en la sala de espera, porque con lo nervioso que estaba y lo que lloraba, era capaz de ir a hablar contigo y echarse la culpa.

- ... (puntos suspensivos orales, etcétera)

- Ay, hija (Mari) (Llorando).

- Mamá, que no ha pasado nada. Que yo estoy bien. Que esto es un mes de comer caldo y ya está. Así me quito los tres kilitos que me sobran.

- ... (yo) (p.s.o., etcétera)

- Ah, y ahora si no os importa, tengo que llamar a Andrés sin más remedio, que estará el pobre como una hoja. Anoche hasta vomitó, de los nervios.

Y llamó a Andrés. Escuché a mi hija tranquilizarlo con una maestría, con un dominio de la psique de su amigo impresionantes. Miré a mi alrededor y pensé que no sabía quién coño era Alicia, y ya que íbamos tampoco Mari. Como Andrés, a quien no había visto en mi vida y sigo sin ver. Como yo mismo. Quién cojones soy yo, que no sabría decir si prefiero que a mi hija la viole un magrebí a punta de cuchillo o que la sodomice su novio a petición propia. Ya no notaba la opresión en el estómago. Levanté la vista y vi que la kriptonita se había vaporizado y flotaba en el aire verde, para siempre. Era mi identidad y ahora era respirable.

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