4.7.12

UN AÑO CHECO, 1X04


 INSTITUCIÓN


Otra historia de Olgaga de fin de semana: Mamá ya lleva un año en su satélite. Te mando un beso, mamá. Y vuelve pronto. A la media hora ya estamos Jesús y yo enganchados a la narración, enfocándola y moldeándola con nuestras inocentes preguntas, o placando a comentaristas cenutrios, etcétera.

El relato arranca con la madre de Olgaga recluida en una institución mental, con un cuadro de esquizofrenia tan crítico que ni siquiera puede recibir visitas de su familia. El padre incluso recibe a amantes en casa y se las presenta a la hija. A partir de ahí asistimos a una narración hacia atrás en el tiempo, se nos dan detalles del internamiento, del diagnóstico, de la fase de caos en que se manifestó la enfermedad. Entonces empieza la parte central de la historia.

La madre cumple los cincuenta en medio del desasosiego. Empieza a creer que los consejos que le da su psicóloga, que suele recomendarle pactar con el marido determinados acuerdos para solucionar conflictos de pareja, no son limpios. Es decir, que empieza a ver la mano del marido en las charlas que recibe de su terapeuta. Sospecha de ambos también en un plano sexual: la psicóloga usa una sofisticada bisutería y la mujer cree que se trata de regalos que le hace el marido. Una semana en que el hombre está de viaje de trabajo la psicóloga le cancela una cita: es la prueba definitiva, entiende ella. No puede quitarse el asunto de la cabeza, ni comer, ni apenas dormir. La terapia de pareja, más bien convencional y mecánica, que trabaja con la psicóloga se convierte de golpe en una estrategia de manipulación dictada por su marido con el fin de neutralizarla: buscad tiempo para vosotros. Al menos una vez al mes cancelad todo, enviad a vuestra hija por ahí y dedicaos una noche. Arréglate. Compra algo de lencería bonita y póntela. Id al cine o al teatro, a cenar y a tomar una copa. Y ella entiende: Quiero que el objetivo de tu vida sea la noche al mes que vamos a pasar juntos, que te olvides de mí el resto del tiempo, que lo pases organizando la salida: eligiendo el espectáculo, comprando las entradas, probándote ligueros, reservando restaurante. Durante estas semanas, la psicóloga la nota agitada y le recomienda que vaya al médico de cabecera y le pida que le recete Lexatín. La mujer lo hace, pero no toma las píldoras. Las pica y se las añade a un cous-cous con níscalos y cordero lechal que cocina una noche. ¿Te ha recomendado la psicóloga que empieces a cocinar para nosotros?, le pregunta el marido, confirmando inconscientemente todos los demonios del universo.

Para la madre de Olgaga comienza una época de montaña rusa emocional y perceptiva. Contesta con frases enigmáticas a todo lo que se le dice. Empieza a pedirle el dni a todo el mundo. El padre se preocupa, pero con pereza. En un momento dado, la mujer amenaza con dejar de ir a la psicóloga para ver la reacción de él. Él no reacciona demasiado. Ella lanza su ultimátum: seguiré yendo a ver a Rosa (por fín, el nombre de la chica) si tú empiezas a ver a un psicólogo también. El hombre no sabe qué hacer. Al final, cede con vaguedades, pensando que podrá escurrir el bulto más adelante, o que la cosa no es más que la penúltima locura (sí: locura) de su esposa. Pero ha cometido un error: cuando, tres días más tarde, su mujer le comunica que tiene una cita con un especialista el lunes siguiente, ya no puede echarse atrás. Y va.

Lo que él no sabe es que su psicólogo no es psicólogo. Es un aspirante a actor y estudiante de Psicología sospechosamente parecido en la descripción (ay, Olguita) a Fernando Lacouture. La madre lo ha contratado para hacerse pasar por un terapeuta, y sobre todo para tratar de programar al marido y extraer de él información. Fernando se mete en el papel. Se reúne con la madre de Olga todos los viernes para informar de la sesión del lunes y preparar la de la semana siguiente. Tienen discusiones terribles, porque ella quiere ir muy rápido en su plan de manipulación y control, y Fernando trata de mantener la verosimilitud. ¿Quién te paga?, suele gritar la señora, sospechando también del joven actor. Al final, F. cede, porque cobra bien, muy bien, y puede comprar farlopa buena, muy buena. El marido, atónito, confiesa infidelidades, visitas rutinarias a casas de putas, haberse enamorado de la secretaria de un cliente, de una veterinaria, de la apoderada de La Caixa que suele visitar, y desvela la rica vida paralela a su mujer que lleva con todo tipo de amigos y mujeres, vida que incluye fines de semana en capitales europeas, y hasta escapadas al Caribe. Fernando, en plena crisis de fé, debe recomendarle volver a la calidez de su vida matrimonial, cosa que su víctima recibe con recelo, como cuando uno es abordado por una pareja de testigos de Jehová o algo así.

A estas alturas ya son casi las cinco de la mañana del domingo y es evidente que Olga no puede más, pero que no quiere dejar la historia colgada hasta el fin de semana siguiente. Nunca lo hace. Jesús le pone el final en bandeja, y nuestra amiga remata: una noche, el padre de Fille Gaga enciende la tele. Su vida se derrumba a su alrededor, su mujer es un elemento extraño que acumula suplementos semanales en la habitación de matrimonio y le pide el dni hasta al frutero antes de comprarle un kilo de mandarinas, su hija parece haberse enterado de su historial de infidelidades y le hace el vacío. Entonces empieza una nueva serie en Tele5 y ahí está, sin camiseta, con unas pastillas de chocolate y una V bien definidas, el hijo de puta de su psicólogo, haciendo de poli cachas. Todo estalla. En dos semanas, la madre de O. está ingresada en la planta de psiquiatría de un hospital general, con las visitas restringidas. Sobre Fernando Lacouture pesa una denuncia muy seria, pero él se atiene a una estrategia de tu palabra contra la mía y no existe prueba alguna contra él, porque el piso en que pasaba consulta había sido alquilado por la madre de Olga y ningún vecino lo ha identificado. El marido, en el fondo, prefiere a su mujer encerrada en una institución si la opción es verla frente a él en un largo y salvaje proceso de divorcio. Tal vez retire la denuncia. Seguramente la niña le retiraría la palabra para siempre si no lo hiciera.

Oh, qué haríamos sin ti, pequeña Olga García, narradora doliente, que tejes tus relatos con las hebras de la angustia. Qué haríamos sin ficción, oh materia de que está hecha nuestra vida. Sin Facebook, proveedor celestial y gratuito de ambas cosas. Y Jesús diría: si el servicio es gratis, es que el producto eres tú. Y nosotros nos callaríamos. Y nos iríamos a la cama.

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