UN AÑO CHECO, 1X04
INSTITUCIÓN
Otra
historia de Olgaga de fin de semana: Mamá ya lleva un año
en su satélite. Te mando un beso, mamá. Y vuelve pronto.
A la media hora ya estamos Jesús y yo enganchados a la narración,
enfocándola y moldeándola con nuestras inocentes preguntas, o
placando a comentaristas cenutrios, etcétera.
El
relato arranca con la madre de Olgaga recluida en una institución
mental, con un cuadro de esquizofrenia tan crítico que ni siquiera
puede recibir visitas de su familia. El padre incluso recibe a
amantes en casa y se las presenta a la hija. A partir de ahí
asistimos a una narración hacia atrás en el tiempo, se nos dan
detalles del internamiento, del diagnóstico, de la fase de caos en
que se manifestó la enfermedad. Entonces empieza la parte central de
la historia.
La
madre cumple los cincuenta en medio del desasosiego. Empieza a creer
que los consejos que le da su psicóloga, que suele recomendarle
pactar con el marido determinados acuerdos para solucionar conflictos
de pareja, no son limpios. Es decir, que empieza a ver la mano del
marido en las charlas que recibe de su terapeuta. Sospecha de ambos
también en un plano sexual: la psicóloga usa una sofisticada
bisutería y la mujer cree que se trata de regalos que le hace el
marido. Una semana en que el hombre está de viaje de trabajo la
psicóloga le cancela una cita: es la prueba definitiva, entiende
ella. No puede quitarse el asunto de la cabeza, ni comer, ni apenas
dormir. La terapia de pareja, más bien convencional y mecánica, que
trabaja con la psicóloga se convierte de golpe en una estrategia de
manipulación dictada por su marido con el fin de neutralizarla:
buscad tiempo para vosotros. Al menos una vez al mes cancelad
todo, enviad a vuestra hija por ahí y dedicaos una noche. Arréglate.
Compra algo de lencería bonita y póntela. Id al cine o al teatro, a
cenar y a tomar una copa. Y ella entiende: Quiero que el
objetivo de tu vida sea la noche al mes que vamos a pasar juntos, que
te olvides de mí el resto del tiempo, que lo pases organizando la
salida: eligiendo el espectáculo, comprando las entradas, probándote
ligueros, reservando restaurante. Durante estas semanas, la
psicóloga la nota agitada y le recomienda que vaya al médico de
cabecera y le pida que le recete Lexatín. La mujer lo hace, pero no
toma las píldoras. Las pica y se las añade a un cous-cous con
níscalos y cordero lechal que cocina una noche. ¿Te ha
recomendado la psicóloga que empieces a cocinar para nosotros?,
le pregunta el marido, confirmando inconscientemente todos los
demonios del universo.
Para
la madre de Olgaga comienza una época de montaña rusa emocional y
perceptiva. Contesta con frases enigmáticas a todo lo que se le
dice. Empieza a pedirle el dni a todo el mundo. El padre se preocupa,
pero con pereza. En un momento dado, la mujer amenaza con dejar de ir
a la psicóloga para ver la reacción de él. Él no reacciona
demasiado. Ella lanza su ultimátum: seguiré yendo a ver a Rosa (por
fín, el nombre de la chica) si tú empiezas a ver a un psicólogo
también. El hombre no sabe qué hacer. Al final, cede con
vaguedades, pensando que podrá escurrir el bulto más adelante, o
que la cosa no es más que la penúltima locura (sí: locura) de su
esposa. Pero ha cometido un error: cuando, tres días más tarde, su
mujer le comunica que tiene una cita con un especialista el lunes
siguiente, ya no puede echarse atrás. Y va.
Lo
que él no sabe es que su psicólogo no es psicólogo. Es un
aspirante a actor y estudiante de Psicología sospechosamente
parecido en la descripción (ay, Olguita) a Fernando Lacouture. La
madre lo ha contratado para hacerse pasar por un terapeuta, y sobre
todo para tratar de programar al marido y extraer de él información.
Fernando se mete en el papel. Se reúne con la madre de Olga todos
los viernes para informar de la sesión del lunes y preparar la de la
semana siguiente. Tienen discusiones terribles, porque ella quiere ir
muy rápido en su plan de manipulación y control, y Fernando trata
de mantener la verosimilitud. ¿Quién te paga?, suele gritar
la señora, sospechando también del joven actor. Al final, F. cede,
porque cobra bien, muy bien, y puede comprar farlopa buena, muy
buena. El marido, atónito, confiesa infidelidades, visitas
rutinarias a casas de putas, haberse enamorado de la secretaria de un
cliente, de una veterinaria, de la apoderada de La Caixa que suele
visitar, y desvela la rica vida paralela a su mujer que lleva con
todo tipo de amigos y mujeres, vida que incluye fines de semana en
capitales europeas, y hasta escapadas al Caribe. Fernando, en plena
crisis de fé, debe recomendarle volver a la calidez de su vida
matrimonial, cosa que su víctima recibe con recelo, como cuando uno
es abordado por una pareja de testigos de Jehová o algo así.
A
estas alturas ya son casi las cinco de la mañana del domingo y es
evidente que Olga no puede más, pero que no quiere dejar la historia
colgada hasta el fin de semana siguiente. Nunca lo hace. Jesús le
pone el final en bandeja, y nuestra amiga remata: una noche, el padre
de Fille Gaga enciende la tele. Su vida se derrumba a su
alrededor, su mujer es un elemento extraño que acumula suplementos
semanales en la habitación de matrimonio y le pide el dni hasta al
frutero antes de comprarle un kilo de mandarinas, su hija parece
haberse enterado de su historial de infidelidades y le hace el vacío.
Entonces empieza una nueva serie en Tele5 y ahí está, sin camiseta,
con unas pastillas de chocolate y una V bien definidas, el hijo de
puta de su psicólogo, haciendo de poli cachas. Todo estalla. En dos
semanas, la madre de O. está ingresada en la planta de psiquiatría
de un hospital general, con las visitas restringidas. Sobre Fernando
Lacouture pesa una denuncia muy seria, pero él se atiene a una
estrategia de tu palabra contra la mía y no existe prueba alguna
contra él, porque el piso en que pasaba consulta había sido
alquilado por la madre de Olga y ningún vecino lo ha identificado.
El marido, en el fondo, prefiere a su mujer encerrada en una
institución si la opción es verla frente a él en un largo y
salvaje proceso de divorcio. Tal vez retire la denuncia. Seguramente
la niña le retiraría la palabra para siempre si no lo hiciera.
Oh,
qué haríamos sin ti, pequeña Olga García, narradora doliente, que
tejes tus relatos con las hebras de la angustia. Qué haríamos sin
ficción, oh materia de que está hecha nuestra vida. Sin Facebook,
proveedor celestial y gratuito de ambas cosas. Y Jesús diría: si el
servicio es gratis, es que el producto eres tú. Y nosotros nos
callaríamos. Y nos iríamos a la cama.
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