UN AÑO CHECO, 1x06
PIJUS MAGNIFICUS
A
las conversaciones sobre moda asistimos con perplejidad y espíritu
lúdico, así a partes iguales. Olgagá es muy de vintage,
signifique tal cosa lo que signifique, y Paulo suele utilizar la
palabra look. También
suele ironizar sobre la incapacidad de los hombres hetero de
pronunciar esa palabra, y entonces es divertido imaginar la cara que
estará poniendo Jesús, con su pinta de informático friqui, en
camiseta de tirantes frente al ordenador y poniendo morritos para
decirla. Las Miralles también participan, pero no se les entiende
nada, porque hablan de texturas, vuelos, caídas, pesos y actrices
italianas. ¿De verdad programan con esa minuciosidad su aspecto?
Jesús dice lo que dice siempre: que odia, odia, odia las camisetas
con dibujos y/o frases, pero su comentario cae en saco roto, porque
ya los miembros más modernos (es
decir: a la moda) del
grupo están lanzados con sus tiendas favoritas y expresando su
espanto por Bershka, H&M y Stradivarius, que con tono salaz
rebautizan como Freska, Horror & Muerte y Extraputarius, su
fidelidad condescendiente hacia Zara y su amor por Topshop y Uniqlo.
Trato de contribuir. Me armo de valor y digo: pues yo voy a
confesar una cosa: las camisetas negras que siempre llevo las saco
del Primark a dos euros la unidad, aunque no os lo creáis,
y Paulo me fulmina con un cariño, siempre lo hemos sabido,
pero no te preocupes, todo está bien, saldrás de ésta.
Me río. Por un momento todo se llena de jajajajaj y de XD y de LOL
ubicuos. Jesús aprovecha el impasse para tratar de llevar la
conversación al terreno del (anti)consumismo, y pregunta
insistentemente a los fashion victims cuánta ropa compran al mes y
cuánto se gastan. Precisamente tenía que preguntar esto él, que
siempre que se emborracha frente al ordenador se pone a comprar cosas
absurdas por internet que luego no recuerda haber solicitado,
muñequitos manga, pósters de cine hindú o juguetes sexuales, hasta
tal punto que se ha visto obligado a desarrollar la costumbre de
ocultar la visa al descorchar la botella de vino de los sábados.
Empiezo a aburrirme. Entro en un estado de ánimo voluble y
meditabundo. En un ensueño me visualizo ascendiendo súbitamente en
la escala social, hasta el nivel: hijo veinteañero vago del
consejero delegado. Soy un patricio y miro a la plebe con un
catalejo. Me fijo en sus ropas de esclavo pret à porter made in
vietnam. Los veo presumir de tiendas, de sofisticación en los
gustos, como si hubiesen decidido ignorar que la ley les impide
vestir la toga que llevo yo, sin ir más lejos, hecha a medida por el
sastre de mi padre con materiales que sus pieles bronceadas en playas
masificadas y cutres jamás tocarán. Entonces pienso: si yo
estuviera ahí abajo seguramente odiaría mis ropajes, pero acabaría
presumiendo de Topshop o de algo así, porque sería la opción menos
mala, mejor que ir desnudo, y sobre todo mucho mejor que quejarse.
Exige cierta hipocresía, es verdad, cierta capacidad de
autoconvencimiento, mucho dominio zen. Hay que entrenar el mundo
interior en infinitas conversaciones sobre el porte, la elegancia, la
distinción de los modelos de Topshop, pero supongo que llega un
momento en que la falacia se naturaliza, por la vía ascética, por
el zen. En ese momento de epifanía de clase que Adorno denomina
kitsch, los patricios
se vuelven invisibles, o tal vez los súbditos ven patricios cuando
se miran al espejo. Obviamente los patricios no han dejado de
existir, y pueden observar los esfuerzos de los lacayos desde el otro
lado de ese espejo, que supongo que debe de ser como los de las
comisarías. Clásicamente nos reímos mucho cuando vosotros decís
look. Es por los
morritos que ponéis.
Acabo
cansándome de darle tantas vueltas al asunto de la ropa, pero como
os podéis imaginar me quedo un rato en mi apasionante ensoñación,
a los mandos de un veinteañero millonario. Se está algo solo, la
verdad. También se pasa un poco de miedo irracional, algo biológico,
creo, un vestigio en el hipotálamo de épocas más turbulentas para
la clase patricia. Nos sumergimos en inmensas piscinas plateadas, en
Pedralbes o El Viso, como tiburones sagrados esperando sus
sacrificios humanos. Los patricios puros, como yo, los hijos de
accionistas, han llegado más lejos que nadie en la carrera hacia la
libertad, y el peso de nuestras responsabilidades es equiparable a 0.
Solemos follarnos a las plebeyas más perfectas, o a los plebeyos, o
a unos y otros indistintamente, como quien ejecuta un ritual menor.
Esto hace que el sexo entre nosotros sea insatisfactorio, y tal vez
por eso nos dedicamos a jodernos, a modo de deporte. Somos
minotauros. Nos gusta imaginar que entramos a cualquier sitio y
empieza a sonar una sinfonía de Beethoven. Somos la puta Muerte
entonces. También somos bastante ridículos, como es natural.
Nuestros vestidos de seda salvaje no están ahí. Vamos en pelotas.
Nos cubre el aire, y la mirada de los demás.
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