UN AÑO CHECO, 1x08
LOVE WILL TEAR US APART
-Paulo,
tú eras metro al principio de Turismo y acabaste oso. Explícanos
esa metamorfosis y esa barba. -Qué coño oso, que no tenía para
comprar cuchillas de afeitar, eso era lo que pasaba. Y me estáis
empezando ya a tocar los cojones, queridos amigos: un tío hetero
afeitado es un tío hetero afeitado, ¿y un tío gay afeitado es un
metro? Un tío hetero con barba es un tío hetero con barba, ¿y un
tío gay con barba es un oso? ¿Y eso? ¿Todas las decisiones de mi
vida tienen una etiqueta sexual pegada? Me voy a cagar en dios ya,
con vosotros. -Coño, Paulo, mira que eres exagerao, tú ibas de
peluquería semanal, de gimnasio y depilado, a ver en qué universo
eso no es ser metro. Te cansarías de tanta perfección y ya está. -
Una polla me cansé. Lo que pasa es que me quedé sin dinero.
Concepto que vosotros no conocéis, porque no lo habéis
experimentado. Bueno, sí, os habéis quedado sin dinero un domingo y
habéis tenido que esperar hasta el lunes al mediodía, cuando habéis
ido a comer a casa de vuestros papis y le habéis pedido. Quedarse
sin dinero. Dejar de afeitarse. Comer en casas de amigos. Cenar un
sándwich, o lo que le sobra a alguien con quien has quedado a cenar,
pero tú no te has pedido nada. Dar sablazos. Avisar en el piso que
no vas a poder pagar luz ni agua, y que te vas a retrasar con el
alquiler, pero que solo vas a pasar para dormir. Ducharte en el
gimnasio mangando el gel y el champú (y bueno, también un poco el
acondicionador y la crema hidratante), hasta que te impiden la
entrada. Vender cedés, libros, chaquetas, la gorra que te trajeron
de Nueva York, la bici que te compraste con la indemnización de un
antiguo curro. Meterte en la biblioteca, en el Corte Inglés, en los
bares, en casas de gente que tampoco es tan amiga tuya, pero que no
se atreve a echarte, y te pone cafés o coca-colas y te pregunta qué
haces allí. Verte de patitas en la calle, pero tener aún las llaves
del último piso de estudiantes en que vivías, y subir a dormir, sin
encender ni la luz de la escalera, de once de la noche a seis de la
mañana. No hay sábanas, así que te tumbas sobre la colcha, y como
no puedes abrir las ventanas, sudas. Sudas como un cerdo. Es verano,
coño. En Murcia. Qué sabréis vosotros de ese sudor inmoderable y
apestoso que al mismo tiempo es una metáfora. ¿Una metáfora de
qué? Una metáfora del puro desamparo, de a nadie le importa una
mierda que te mueras ahora mismo, ahogado en tu propio sudor. Por
maricón, por mal hijo, por manirroto, por desempleado, por no haber
sabido hacerte amigos de verdad, por ser camarero y haber dejado
pasar la temporada de las comuniones sin buscar algo en la playa, por
estudiar Turismo y no otra cosa, por prestarle dinero a quien no
debías, por haber acabado tu escaso crédito. ¿Vuestra identidad?
¿Ese ADN social que creéis inmutable y eterno? Se desharía como el
papel higiénico bajo el ácido de ese sudor de que os hablo. O tal
vez, y ahí va otra metáfora, no se desharía, pero no podríais
tocarla, porque sería como las dos maletas con tus cosas, que
guardas en casa de un amigo a quien debes dinero y por tanto no
puedes llamar. Ir a la playa ya bien entrado julio, haciendo
autoestop, y llegar barbudo y sudado y sin duchar, y tal vez con un
aliento y una ropa algo malolientes. Recorrer todas las heladerías,
todos los pubs, los merenderos, las freidurías. Hasta los kebabs y
los puestos de gofres. Nada. Comer restos de platos de las terrazas
del paseo. Dormir en la arena. Tratar de volver a la ciudad haciendo
autoestop otra vez, y comprobar que nadie te para, y que es sin duda
alguna por tu aspecto. Cae la noche a las afueras de Puerto de
Mazarrón y ya sabes que nadie te va a llevar. Y entonces te pones a
llorar. Porque yo también lloro, aunque no os lo creáis. En muy
contadas ocasiones, como ésta. Mucho. Con grandes aspavientos. Con
ruidos y con mocos que se mezclan con las lágrimas y se te meten en
la boca mientras sollozas. Y entonces suena un claxon. Abro los ojos
y veo a Fernando. No, no el ex de Olga, qué gilipollez. Otro
Fernando. Un amante que tuve, culto y delicado, al que abandoné por
barrigón y viejo y de quien me habían contado que tras nuestra
ruptura se convirtió en un borracho. Y en efecto tiene la cara un
poco roja y los ojos un poco demasiado brillantes. Está feo y
encanecido y sonríe de oreja a oreja y tiene los dientes más
amarillos. Va fumando (yo no se lo permitía). Me dice Paulo, Paulo,
a qué vienen esos llantos, y se inclina para abrirme la puerta. Y yo
me subo al coche. Viví con él, es decir, a su costa, tres meses.
Cuando me reincorporé al curso en otoño acababa de dejarlo otra
vez, al pobre.
¿Qué? ¿Qué tenéis que decir de todo esto? ¿Soy una puta? ¿Acaso
alguien que no haya probado el sudor de sus propios párpados, que se
le está metiendo en la boca del calor que hace, puede llamarme a mí
puta por haberme ido con Fernando? ¿Es que no sabía él desde el
minuto uno en lo que se estaba metiendo? ¿Quién ha engañado a
quién? ¿Cómo podéis ser tan niñatos, tan ignorantes, tan happy
flower? ¿A que nunca habéis cenado restos de los que se deja la
gente en los platos, en los restaurantes? ¿A que nunca habéis
allanado un domicilio para poder dormir bajo techo? ¿Entonces? ¿Eh,
eh, entonces?
- Sí, pero, ¿por qué te hiciste oso? ¿No eras metro?
XXX
Esa
misma semana, el viernes por la noche, Olgagá reinterpreta todo el
asunto en clave de sol, en una de sus historias facebookianas más
memorables. ¿Cómo de mala soy guardando secretos? Sé uno que le
jodería la vida a alguien es el estado que abría la jam
session en cuestión. Ese alguien era, evidentemente, su
ex, una vez más protagonista involuntario del relato. Éste arranca
con el joven aspirante a actor instalándose en un asqueroso piso
compartido en Pan Bendito, Madrid, y aceptando un trabajo en un
restaurante mejicano de la barriada. En su tiempo libre, trata de
abrirse camino en su profesión, y en un casting conoce a un
misterioso personaje, de acento mejicano (otra vez Méjico). Por
algún motivo, Fernando siente curiosidad por el tipo, una especie de
galán trasnochado y cincuentón llamado como él (Jesús cree que se
trata de la trasposición del personaje del examante, de la historia
de Paulo), y le ofrece cobrarle una cantidad simbólica (para no
levantar sospechas ante su jefe) si va a cenar una noche al
restaurante en que trabaja. Después de unos cuantos días, el señor
se presenta allí. Cena. Se toma un mezcal tras otro en la barra
mientras Fernando recoge y limpia. El jefe hace caja y se va con
prisas. Se quedan solos. Entonces el Fernando transoceánico le
cuenta al otro los “secretos del oficio de actor”, y lo
convence. Lo convence sin paliativos: lo convierte más bien a la fé
de los secretos del oficio de actor, que por supuesto son
completamente falsos, porque no consisten más que en declarar que
solo los actores dispuestos a regalar sexo a los directores de
casting consiguen papeles.
A
esta altura más o menos del relato empiezan a llegarme mensajes de
Jesús tipo hala qué fuerte cómo está de loca nuestra amiga
o si se me cae un billete de cien euros en la mente de Olgagá te
juro por mis muertos que no entro a por él o el cuelgue que
tiene con el musculitos, la pava. Más que terapia le va a hacer
falta un exorcismo para sacarse eso de dentro. La cosa sigue. A
partir de ese momento, Fernando se presenta a los castings, hace lo
que puede, se entera de a qué hora terminan y vuelve, pretextando
haber olvidado un objeto. Se abre paso hasta el responsable de la
criba y le pide hablar de un asunto urgente, en privado. Así
siempre. Pasados unos meses, la aparición de Fernando en un cásting
siempre es celebrada entre el resto de aspirantes a actor con un
concierto de risitas y bromas apenas soterradas. Jesús ya ha
psicoanalizado a Olgagá en profundidad varias veces para cuando
llegamos a ese punto, y yo me estoy riendo tanto con el texto como
con su exégesis freudiana. Entonces, se acaba. Nos sorprende, claro,
nos quedamos pensando: pero esto qué es, aquí no hay historia, aquí
no hay final. Olgagá apostilla: ése era el secreto, ya está.
Esa verosimilitud que aporta la ruptura de las convenciones de género
está a punto de convertirse en un cliché más del género realista,
creo yo. Pero entonces llega, deus ex machina, puntual y soberano, el
gesto de los aristócratas: A Fernando Lacouture le gusta esto.
Casi seguro que es una identidad falsa, controlada por Olgagá. Qué
superclase, Olgagá. Yo tampoco entraría ahí ni a por uno de 500.
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