19.7.12

UN AÑO CHECO, 1x08


 LOVE WILL TEAR US APART


-Paulo, tú eras metro al principio de Turismo y acabaste oso. Explícanos esa metamorfosis y esa barba. -Qué coño oso, que no tenía para comprar cuchillas de afeitar, eso era lo que pasaba. Y me estáis empezando ya a tocar los cojones, queridos amigos: un tío hetero afeitado es un tío hetero afeitado, ¿y un tío gay afeitado es un metro? Un tío hetero con barba es un tío hetero con barba, ¿y un tío gay con barba es un oso? ¿Y eso? ¿Todas las decisiones de mi vida tienen una etiqueta sexual pegada? Me voy a cagar en dios ya, con vosotros. -Coño, Paulo, mira que eres exagerao, tú ibas de peluquería semanal, de gimnasio y depilado, a ver en qué universo eso no es ser metro. Te cansarías de tanta perfección y ya está. - Una polla me cansé. Lo que pasa es que me quedé sin dinero. Concepto que vosotros no conocéis, porque no lo habéis experimentado. Bueno, sí, os habéis quedado sin dinero un domingo y habéis tenido que esperar hasta el lunes al mediodía, cuando habéis ido a comer a casa de vuestros papis y le habéis pedido. Quedarse sin dinero. Dejar de afeitarse. Comer en casas de amigos. Cenar un sándwich, o lo que le sobra a alguien con quien has quedado a cenar, pero tú no te has pedido nada. Dar sablazos. Avisar en el piso que no vas a poder pagar luz ni agua, y que te vas a retrasar con el alquiler, pero que solo vas a pasar para dormir. Ducharte en el gimnasio mangando el gel y el champú (y bueno, también un poco el acondicionador y la crema hidratante), hasta que te impiden la entrada. Vender cedés, libros, chaquetas, la gorra que te trajeron de Nueva York, la bici que te compraste con la indemnización de un antiguo curro. Meterte en la biblioteca, en el Corte Inglés, en los bares, en casas de gente que tampoco es tan amiga tuya, pero que no se atreve a echarte, y te pone cafés o coca-colas y te pregunta qué haces allí. Verte de patitas en la calle, pero tener aún las llaves del último piso de estudiantes en que vivías, y subir a dormir, sin encender ni la luz de la escalera, de once de la noche a seis de la mañana. No hay sábanas, así que te tumbas sobre la colcha, y como no puedes abrir las ventanas, sudas. Sudas como un cerdo. Es verano, coño. En Murcia. Qué sabréis vosotros de ese sudor inmoderable y apestoso que al mismo tiempo es una metáfora. ¿Una metáfora de qué? Una metáfora del puro desamparo, de a nadie le importa una mierda que te mueras ahora mismo, ahogado en tu propio sudor. Por maricón, por mal hijo, por manirroto, por desempleado, por no haber sabido hacerte amigos de verdad, por ser camarero y haber dejado pasar la temporada de las comuniones sin buscar algo en la playa, por estudiar Turismo y no otra cosa, por prestarle dinero a quien no debías, por haber acabado tu escaso crédito. ¿Vuestra identidad? ¿Ese ADN social que creéis inmutable y eterno? Se desharía como el papel higiénico bajo el ácido de ese sudor de que os hablo. O tal vez, y ahí va otra metáfora, no se desharía, pero no podríais tocarla, porque sería como las dos maletas con tus cosas, que guardas en casa de un amigo a quien debes dinero y por tanto no puedes llamar. Ir a la playa ya bien entrado julio, haciendo autoestop, y llegar barbudo y sudado y sin duchar, y tal vez con un aliento y una ropa algo malolientes. Recorrer todas las heladerías, todos los pubs, los merenderos, las freidurías. Hasta los kebabs y los puestos de gofres. Nada. Comer restos de platos de las terrazas del paseo. Dormir en la arena. Tratar de volver a la ciudad haciendo autoestop otra vez, y comprobar que nadie te para, y que es sin duda alguna por tu aspecto. Cae la noche a las afueras de Puerto de Mazarrón y ya sabes que nadie te va a llevar. Y entonces te pones a llorar. Porque yo también lloro, aunque no os lo creáis. En muy contadas ocasiones, como ésta. Mucho. Con grandes aspavientos. Con ruidos y con mocos que se mezclan con las lágrimas y se te meten en la boca mientras sollozas. Y entonces suena un claxon. Abro los ojos y veo a Fernando. No, no el ex de Olga, qué gilipollez. Otro Fernando. Un amante que tuve, culto y delicado, al que abandoné por barrigón y viejo y de quien me habían contado que tras nuestra ruptura se convirtió en un borracho. Y en efecto tiene la cara un poco roja y los ojos un poco demasiado brillantes. Está feo y encanecido y sonríe de oreja a oreja y tiene los dientes más amarillos. Va fumando (yo no se lo permitía). Me dice Paulo, Paulo, a qué vienen esos llantos, y se inclina para abrirme la puerta. Y yo me subo al coche. Viví con él, es decir, a su costa, tres meses. Cuando me reincorporé al curso en otoño acababa de dejarlo otra vez, al pobre.

¿Qué? ¿Qué tenéis que decir de todo esto? ¿Soy una puta? ¿Acaso alguien que no haya probado el sudor de sus propios párpados, que se le está metiendo en la boca del calor que hace, puede llamarme a mí puta por haberme ido con Fernando? ¿Es que no sabía él desde el minuto uno en lo que se estaba metiendo? ¿Quién ha engañado a quién? ¿Cómo podéis ser tan niñatos, tan ignorantes, tan happy flower? ¿A que nunca habéis cenado restos de los que se deja la gente en los platos, en los restaurantes? ¿A que nunca habéis allanado un domicilio para poder dormir bajo techo? ¿Entonces? ¿Eh, eh, entonces?

  • Sí, pero, ¿por qué te hiciste oso? ¿No eras metro?


XXX


Esa misma semana, el viernes por la noche, Olgagá reinterpreta todo el asunto en clave de sol, en una de sus historias facebookianas más memorables. ¿Cómo de mala soy guardando secretos? Sé uno que le jodería la vida a alguien es el estado que abría la jam session en cuestión. Ese alguien era, evidentemente, su ex, una vez más protagonista involuntario del relato. Éste arranca con el joven aspirante a actor instalándose en un asqueroso piso compartido en Pan Bendito, Madrid, y aceptando un trabajo en un restaurante mejicano de la barriada. En su tiempo libre, trata de abrirse camino en su profesión, y en un casting conoce a un misterioso personaje, de acento mejicano (otra vez Méjico). Por algún motivo, Fernando siente curiosidad por el tipo, una especie de galán trasnochado y cincuentón llamado como él (Jesús cree que se trata de la trasposición del personaje del examante, de la historia de Paulo), y le ofrece cobrarle una cantidad simbólica (para no levantar sospechas ante su jefe) si va a cenar una noche al restaurante en que trabaja. Después de unos cuantos días, el señor se presenta allí. Cena. Se toma un mezcal tras otro en la barra mientras Fernando recoge y limpia. El jefe hace caja y se va con prisas. Se quedan solos. Entonces el Fernando transoceánico le cuenta al otro los “secretos del oficio de actor”, y lo convence. Lo convence sin paliativos: lo convierte más bien a la fé de los secretos del oficio de actor, que por supuesto son completamente falsos, porque no consisten más que en declarar que solo los actores dispuestos a regalar sexo a los directores de casting consiguen papeles.

A esta altura más o menos del relato empiezan a llegarme mensajes de Jesús tipo hala qué fuerte cómo está de loca nuestra amiga o si se me cae un billete de cien euros en la mente de Olgagá te juro por mis muertos que no entro a por él o el cuelgue que tiene con el musculitos, la pava. Más que terapia le va a hacer falta un exorcismo para sacarse eso de dentro. La cosa sigue. A partir de ese momento, Fernando se presenta a los castings, hace lo que puede, se entera de a qué hora terminan y vuelve, pretextando haber olvidado un objeto. Se abre paso hasta el responsable de la criba y le pide hablar de un asunto urgente, en privado. Así siempre. Pasados unos meses, la aparición de Fernando en un cásting siempre es celebrada entre el resto de aspirantes a actor con un concierto de risitas y bromas apenas soterradas. Jesús ya ha psicoanalizado a Olgagá en profundidad varias veces para cuando llegamos a ese punto, y yo me estoy riendo tanto con el texto como con su exégesis freudiana. Entonces, se acaba. Nos sorprende, claro, nos quedamos pensando: pero esto qué es, aquí no hay historia, aquí no hay final. Olgagá apostilla: ése era el secreto, ya está. Esa verosimilitud que aporta la ruptura de las convenciones de género está a punto de convertirse en un cliché más del género realista, creo yo. Pero entonces llega, deus ex machina, puntual y soberano, el gesto de los aristócratas: A Fernando Lacouture le gusta esto. Casi seguro que es una identidad falsa, controlada por Olgagá. Qué superclase, Olgagá. Yo tampoco entraría ahí ni a por uno de 500.

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