21.9.12

UN AÑO CHECO, 2x07

FLASH GORDO


Soliloquihólico Paulo:

- Yo tendría unos veinte años. Aún vivía con mis padres. Estaba en mi habitación una tarde de principios de otoño, leyendo una novela de Vila Matas, creo que era Historia abreviada de la literatura portátil, una delicia, un foco de buena vibra y de esperanza y de fé en la bohemia pero al mismo tiempo una certificación de la inexistencia de cualquier sentido y de la derrota. Todo esto: la luz de octubre y la longitud de onda del libro que tenía entre las manos, importa. También el café con leche que me estaba tomando. Y la paz. La paz que inundaba la habitación. ¿Sabéis ese momento a principios de octubre en que la luz de la tarde deja de ser de color blanco incandescente para dejar paso a las primeras tonalidades de dorado? Bueno, los murcianos nos entendemos, supongo. Esa luz.

En ese momento irrumpieron mis padres, haciendo todo el ruido del mundo, llamándome, discutiendo y encendiendo dos televisores con canales diferentes. Por supuesto, me limité a cerrar la puerta de mi cuarto y  a lamentarme por el paraíso perdido, hasta que una pregunta fue formulada en mi cabeza:

¿Cuánto puede costar?

Es decir: esa templanza, esa libertad de que gozan los personajes de esa novela de Vila Matas, como los de Bartleby y compañía. ¿Cuánto? Ya desde el principio intuimos que va a haber que trabajar para pagarlo, y también que las horas de trabajo deben limitarse al máximo si quiere uno de verdad acercarse a lamer el Nirvana de café olé. Por tanto, hay que rebajar la factura todo lo posible. Y por primera vez en mi vida me puse a hacer la cuenta. No incluí tabaco, ni bebida, ni drogas, ni ropa (supuse que con la que me regalasen mis padres en mi cumpleaños y en reyes sería suficiente). Los libros seguirían saliendo de la biblioteca. Una habitación en un piso cutre de, digamos, el Polígono de La Fama salía en aquella época por unos 150€, con gastos incluidos. Y yo pensaba ser extremadamente frugal, moverme poco, leer mucho, pasar el tiempo sentado. Alimentarme, en fin, de sopas y sándwiches y por supuesto cafés con leche, por 50€ más al mes. No viajar. No ir a bares. No ir a la playa. Robar preservativos, detergente, papel higiénico, gel, champú, pasta de dientes. Regalar dibujos o poemas, u objetos reciclados, a los amigos en sus cumpleaños. No me entendáis mal. Todo esto no como un esfuerzo ideológico decrecentista ni altermundista ni nada de eso, qué va. Todo esto para ser feliz. Para alargar en lo posible el halo de templanza que me había dejado en el cuerpo la tarde aquélla. 200€. Doscientos putos euros. Mi madre se los gasta en peluquería.

¿Y sabéis qué? Que lo hice. Con dos cojones. Lo hice. Encontré un trabajito de camarero de fin de semana y me fui de mi casa. La tasca se llamaba La Rata Escarlata, ya no existe. Yo era el barista más silencioso del universo, cosa que por algún motivo fascinaba a mi jefe, a quien en su momento dedicaremos otro soliloquihólico completo. Echaba los viernes y los sábados por la noche, ni un minuto más de lo pactado, y desaparecía sin despedirme y con kilos y kilos de alimentos robados. Y el resto del tiempo lo pasaba leyendo Nouveau Roman, en perfecta quietud. Nunca he ligado menos que en esa época, pero no me importaba. Yo era un santo, un beato(nik). El amanecer del miércoles me pillaba paseando por las afueras, y echaba siestas a mediodía. Abría libros de poemas de Saint-John Perse a las tres de la mañana y mi paisaje mental se iluminaba como bajo un castillo de fuegos artificiales. Me valía madre la gente. Me resbalaba el hecho de no follar. A veces tenía conversaciones con desconocidos, brillantes como salamandras radiactivas. Volvía a casa empalmado. Me daba todo igual.

Todo esto duró menos de un año, claro. Pero mi presupuesto se mantuvo en vigor durante esos meses. Me echaron de dos pisos, por raro, y me fui yo de otro, por los ruidos. Conocí, al menos de forma fugaz, a todas las personas que valen mínimamente la pena en esta mierda de ciudad. La mayoría ya no viven aquí. ¿Y cómo acabó todo? Muy sencillo: la maldición del camarero. Una noche, como en el poema de Héctor Castilla, mi jefe me preguntó ¿tú te drogas? y me puso delante la primera raya de cocaína. Y de ahí esta nota mental, para marxistas: no hay presupuesto ético que resista la tentación de la farlopa.  Unas semanas más tarde, la costumbre de desaparecer al acabar mi jornada había pasado a la historia. Empecé a gastarme todo el dinero que acababa de cobrar en esa misma noche, casi siempre. Empecé a follar regularmente otra vez. Como iba mal de pasta, le pedí a mi jefe que me trasladase a otro bar que tenía justo enfrente y que abría de martes a domingo. Me dio cinco noches a la semana, hasta más tarde. Ahora no solo necesitaba farlopa: también ropa para no repetir, y zapatos sin agujeros. Ya no podía robar comida, porque en este otro bar no había. Al cerrar mi local, solía ir a un sitio llamado El Garage de la Tía María, que ya no existe. Allí me encontraba con la gente brillante de que he hablado más arriba, que invariablemente me soltaba un cómo has cambiado de la noche a la mañana. Luego, me los follaba.

No me gusta recordar mis meses de bohemia presupuestaria. Cuando lo hago, se me dispara al mismo tiempo el recuerdo de la tarde de octubre en que empezó todo. Es mi tierra natal, esa tarde de octubre. Y no puedo volver. Como a ciertas ciudades, como a ciertas personas, que te hicieron feliz pero ya no son las mismas. O tal vez soy yo el que es otro: ese deslizamiento es doloroso. Reconectar no es posible. Tal vez el verbo "reconectar" sea el único oxímoron formado por una sola palabra. No sé. Ponedme otro chorro, que estamos de celebración.

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