30.9.12

UN AÑO CHECO, 2x09

BASTET


Me despierto. No sé qué hora es. Abro los ojos y veo a las hermanas Miralles sentadas junto a mí, a Olga tecleando en el portátil y al lector de České Budějovice durmiendo en un sillón. Me duele la cabeza. Las Miralles me miran, como escrutándome. Saben que tengo muchas preguntas que hacer y seguramente se adelantan a esa clásica e incómoda "conversación" en que alguien trata de obtener de ellas información que no desean dar o no conocen. Entonces Ángela se vuelve hacia la derecha y saca un gato que nunca había visto. Un gato blanco adulto, plácido y peludo. Me lo pone en el regazo, y cuando me ve algo azorado, me mira a los ojos y me dice cállate y tócalo. Así lo hago. Acaricio al gato. Entiendo entonces el motivo de toda la operación. Las preguntas se me van escurriendo hasta la punta de los dedos. El tiempo del gato, que no tiene nombres para las estaciones, me va inundando, y mi dura identidad se reblandece un poco. Sigo sin saber qué piensan las Miralles, sigo sin entender la actitud excluyente de mis amigos, eso no se ha borrado, pero ya no genera discurso interior, ya no rumio nada. Mi mano se pasea por el lomo del gato, que ha cerrado los ojos y dormita. No sé qué hora es, pero ya no me importa. El pelaje del animal va dejando de parecerme cálido. Mi mano se ha atemperado a él. Todo esto lo pienso más tarde, es decir, ahora, cuando lo escribo. En ese momento el gato es un ronroneante generador de zen funcionando a toda pastilla y acallándolo todo. El tecleo constante de Olgaga conforma una vibración benéfica. Patricia pone una vez más, sin previo aviso, su canción favorita de este mes, que es These Days, de Nico. Nada me afecta. El lector de České Budějovice tiene una pinta de perdedor insuperable, si se me permite el oxímoron. Se ha dejado un bigote irónico, como los hipsters, pero le queda horrible. Tiene la cabeza ladeada en una postura muy incómoda, le cae un poco de baba y mantiene una erección, pero nadie le hace caso. En un momento dado, empiezo a percibir al gato como si fuese un órgano, como una especie de hígado albino y peludo que me fuese dado manosear pero que sigue perteneciéndome y funcionando para mí. Y en efecto es un hígado o más bien un riñón, porque recibe a través del torrente de dedos que le paso por el pelo grandes cantidades de texto, y filtra ese texto y lo que sale por el otro lado es silencio. Luego, a su debido tiempo, las toxinas filtradas se convertirán en literatura, pero de momento tengo paz. No puedo vivir sin el gato, entiendo sin palabras. Amo los perfiles taciturnos de las Miralles, en este momento, pero creo que podré soportar una vida sin abrazarlas. Es decir: no creo que no podré soportar una vida sin abrazarlas, si captan el matiz.

Entonces Olgaga empieza a hablarme. Dice que tengo que ayudarla, porque está desarrollando en Facebook una de sus historias, pero como no estamos ni Jesús ni yo para actuar de ganchos, la cosa languidece y ya no sabe muy bien qué hacer. Desde un lugar muy lejano vuelvo entonces al país del lenguaje, y desentumeciéndome me entero de que

el relato de hoy trata sobre la murciafobia de Fernando, una forma de esnobismo tan común entre nuestros vecinos que ya ni nos llama la atención, pero que puede producir estados de ansiedad tan agudos que los pacientes la somatizan, apareciendo entonces el sarpullido de la Fuensanta o las pupas, como se lo conoce entre el populacho. Es este síntoma cutáneo tan frecuente y ubicuo que en determinadas épocas, como los meses de infierno o el inane noviembre, es raro encontrar a un murciano que no lo sufra, y entonces ésos despiertan sospechas. Se les pregunta una y otra vez, de forma nada inocente: "¿Y tú qué te echas en el cuello, que no te veo las pupas?". Ningún miembro del Club de la Tenia padece murciafobia, y cuando nos reunimos en períodos de incidencia alta, levantamos oleadas de resentimiento y desconfianza que sin embargo sabemos utilizar a nuestro favor. El verano pasado, sin ir más lejos, inventamos una nueva religión para murciafóbicos, y cuando predicamos, éstos escuchan, porque es verdad que nos odian, pero también están cansados de rascarse y echarse cremas y pincharse Urbasón, con lo que duele. Con nuestras tersas y sanas pieles prometemos la Sanación a quienes cumplan con el Rito, y éste es muy sencillo: dar muestras de fé. Proclamar cinco veces al día nuestro amor por la ciudad. Afirmar lo bien que se come. "Y la gente". Ponderar que Murcia "tiene el tamaño justo: ni muy grande ni muy pequeña". Los muy fieles serán capaces de experimentar placer sexual al hablar del Malecón, y entonces "un paseo como éste no lo hay en toda España". Si el remedio no funciona inmediatamente, la culpa no es de la religión, es tuya, que no muestras la suficiente fé. Si solías pasar tus vacaciones de viaje, o en el Norte, ahora debes alquilarte algo en el Mar Menor y añadir "nosotros la verdad es que a la playa no bajamos mucho, porque se pone imposible de gente. Normalmente nos quedamos en la piscina de la urbanización, ahí apalancados en el chiringuito". Si tu hijo quiere estudiar fuera, respóndele: "No nene, adónde te vas a ir tú. Tú te quedas aquí que mejor que aquí no vas a estar en ninguna parte. Si no te cogen en la pública te metemos en la católica y arreglao.". Si a pesar de todo te ves obligado a salir de la ciudad, como por ejemplo en tu viaje de novios, por aquello del qué dirán, es imprescindible que al volver declares: "Yo no veía ya la hora de volver. No he comido más que sándwiches de jamón york todo el viaje. Y qué suciedad había, qué pobreza. Como para meterte en un váter allí, madre mía.". La gente nos escuchaba. Con restos de sangre en las uñas ponía una especie de sonrisa falsa e intentaba un "Y lo a gusto que se está ahora en verano, que puedes aparcar donde quieras y tienes la ciudad pa ti". Nosotros nos reíamos, nos reíamos. Poníamos cara de beatitud y nuestros cutis impolutos añadían: "Ya puede hacer calor que tú a las diez cierras bien las persianas y las abres con la fresca y ya verás cómo tú en tu casa no sudas", "Pues ya si estás que no puedes te subes al Quitapesares que allí te tienes que llevar hasta una rebeca", "Y a las malas al Corte Inglés, que da un gusto meterse, que no hay nadie", etcétera. Llegaron las lluvias de septiembre y el nivel de alérgenos descendió y ya no todo el mundo lucía su sarpullido de la Fuensanta, y nosotros empezamos a aburrirnos del juego y a evitar a los que nos llegaban aún con las pupas y demasiadas preguntas. Pero nos dimos cuenta de que el culto se extendía sin nuestra tutela. Vimos a gente llorando de dolor y ansiedad, con las puntas de los dedos envueltos en esparadrapo para no rascarse, recorriendo una y otra vez el Malecón y lanzándose "Buenos días" con una extraña sonrisa de circunstancias. Y también y sobre todo vimos a las clases acomodadas y a los políticos con cargo transformarse de la noche a la mañana: siempre habían lucido reglamentarios sarpullidos, pero repentinamente detectaron que los votos estaban en la tersura cutánea, y jamás se vio una sola pupa más en campaña electoral local alguna.

Pero me estoy yendo del tema. Olga anda un poco perdida con el asunto. Me cuenta que Fernando se gastaba dinerales en cremas contra el sarpullido, y que le había puesto nombre a su murciafobia: "síndrome de Ginés", como un reverso huertano del síndrome de Stendhal. Me dice que no se le ocurre nada, que la historia se le ha quedado muy corta, que hace tres cuartos de hora que nadie dice nada y que Fernando no ha comparecido para darle al "Me gusta", pero que ha visto que está conectado porque hace veinte minutos comentó en la página de su serie. Miro a mi amiga: no puede cerrar la boca. No me refiero a que no se calle ni un momento, que tampoco. Me refiero a que la zozobra le mantiene descolgada la mandíbula todo el rato. El gato se retuerce en mi regazo. Experimento un golpe de amor hacia ella. O de compasión. Le paso el gato, que ya no tiene el lomo completamente blanco. Con la sonrisa más grande de que soy capaz le digo cállate y tócalo

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